Existe un deseo ferviente de buscar o inventar diferencias como forma de legitimar a posteriori la presencia de límites, para justificar la mutua separación y el doble lenguaje orwelliano, la táctica de las dos varas de medir y la diversidad de códigos de conducta pensados para favorecer y salvaguardar nada menos, y nada más, que muros de cemento de cuatro metros de alto, alambradas y cárceles o campamentos que aguardan a los intrusos.
Estamos viendo hoy cómo Europa se dedica a elevar las prácticas descritas por Barth, hasta ahora consideradas excentricidades de populistas sin escrúpulos, a la categoría de criterio legal autorizado y universalmente vinculante. La política que hasta hace poco se asociaba a un elemento marginal y errático de la sociedad europea está pasando a toda velocidad al centro del espectro político.
Desde el desastre ocurrido en octubre de 2013 frente a las costas de Lampedusa, “las políticas de los dirigentes europeos no han cambiado”, según escribía Maximilian Popp en su artículo Una mirada interna a la vergonzosa política de inmigración de la UE, publicado el 11 de septiembre de 2014 en Der Spiegel: “No existe casi vía legal para los refugiados en Europa: ni para la mayoría de los sirios, de los que muy pocos llegan a Alemania en condición de refugiados de cuota, ni para los iraquíes, ni para personas procedentes de países de África Occidental en dificultades. Quienes desean pedir asilo en la UE tienen que llegar antes de forma ilegal, en barcos de contrabandistas, ocultos en furgonetas o en vuelos comerciales con pasaportes falsos. La UE está cerrando sus puertas… La transformación de la Unión Europea en una fortaleza ha creado las condiciones que han causado tantas muertes ante sus fronteras. Muchos refugiados escogen la peligrosísima ruta del Mediterráneo porque Frontex está cerrando las rutas terrestres”.
A todos los efectos, la reacción de la UE ante la tragedia de 2013 en Lampedusa es una invitación permanente a sus innumerables repeticiones. La explosión de sentimientos fraternales desatada por la fotografía del cadáver de Aylan Kurdi ha sido breve, las fronteras de Europa están volviendo a fortificarse frente a los otros indeseados y las condiciones para entrar son cada día más estrictas.
Al mismo tiempo, las expresiones de solidaridad con los seres humanos que viven esta tragedia inhumana han quedado relegadas otra vez a los márgenes, de forma que el proscenio político queda a merced de los alarmistas, y el escenario público, en manos de la insensibilidad moral y la indiferencia. El debate político vuelve a recurrir al catálogo de argumentos más manidos, una mezcla de miedos económicos y de seguridad.
En el debate actual no se ha estudiado suficientemente una de las causas fundamentales de esta respuesta apagada, tal vez la que inspira todas las demás reacciones. El hecho de que no podemos dejar de darnos cuenta de que la aparición masiva y repentina de desconocidos que llaman a nuestra puerta es un fenómeno que ni hemos provocado nosotros ni podemos controlar. No es extraño que, para muchos, las sucesivas oleadas de inmigrantes sean (parafraseando a Bertolt Brecht) “presagios de malas noticias”.
Nos recuerdan sin cesar lo que nos encantaría olvidar o, mejor aún, hacer desaparecer: unas fuerzas globales, distantes, que a veces se oyen, pero son intangibles, ocultas y misteriosas, y con la capacidad de inmiscuirse en nuestras vidas al mismo tiempo que desprecian e ignoran nuestras preferencias.
La verdadera culpa imperdonable de las víctimas colaterales de esas fuerzas, una vez que se han convertido en nómadas sin hogar, es que sacan a la luz la realidad de la (¿incurable?) fragilidad de nuestro confort y la seguridad de nuestro lugar en el mundo. Y por eso, por una lógica viciada, se tiende a verlas como unas tropas de vanguardia que están sentando sus cuarteles entre nosotros.
Estos nómadas, que lo son no de forma voluntaria, sino por el veredicto de un destino despiadado, nos recuerdan de manera irritante la vulnerabilidad de nuestra posición y la fragilidad de nuestro bienestar. Es una costumbre humana, demasiado humana, culpar y castigar a los mensajeros por el odioso contenido del mensaje que transmiten, en lugar de responsabilizar a las fuerzas mundiales incomprensibles, inescrutables, aterradoras y lógicamente resentidas que sospechamos que son las culpables del angustioso y humillante sentimiento de incertidumbre existencial que nos arrebata la confianza y causa estragos en nuestros planes de vida.
Y aunque no podemos hacer nada para controlar las asombrosas fuerzas de la globalización, escurridizas y lejanas, al menos podemos desviar el enfado que nos producen y descargarlo, por persona interpuesta, sobre sus consecuencias, que están cerca y a nuestro alcance.
Podemos, por así decir, exorcizar el impresionante espectro en una efigie. Como es natural, eso no sirve para cortar el problema de raíz, pero quizá puede aliviar durante un tiempo la humillación de nuestro infortunio y la incapacidad de luchar contra la precariedad inhabilitadora de nuestro hueco en el mundo.
Todo eso, repito, no toca ni de lejos las raíces de la tragedia humana que estamos presenciando, ni mucho menos la posibilidad de evitar que nos hunda aún más en las turbias aguas de la indiferencia moral y la inhumanidad; esas respuestas a este desastre humano equivalen a depositar los crueles dilemas que nos plantea, nuestras responsabilidades morales y nuestros remordimientos de conciencia en los hombros de otros, y, en una violación flagrante del imperativo moral categórico de Kant, hacer a otros lo que no querríamos que nos hicieran a nosotros.
Nos llaman a separar en vez de unir y, de esa forma, ayudar a las fuerzas globales descontroladas en el despliegue de su estrategia de divide y vencerás, la causa principal de esta catástrofe. Por muy costoso que sea ofrecer solidaridad a las víctimas deliberadas y colaterales de esas fuerzas, por muy dolorosos que puedan ser los sacrificios personales que se nos exigen ahora, esa es, a largo plazo, la única respuesta con posibilidades realistas de prevenir otros desastres humanos y el empeoramiento del actual.
Georg Simmel subrayó que el conflicto es un preludio a la integración: un instante de contacto, de impacto, un intento (fallido) de eliminar una mancha oscura de un paisaje limpio y la decisión de hacerle sitio en él. Hasta que nos enfrentamos a él, el desconocido sigue siendo extraño, extraño de pies a cabeza, incomunicado por naturaleza y de aquí a la eternidad.
El conflicto es llamar a una puerta completamente cerrada y pedir o exigir que se abra la mirilla y se examine con detalle al intruso. Los que están detrás de la puerta a la que es posible que llamen pueden reaccionar por adelantado instalando cerraduras más sólidas y rodeando la casa de cámaras de seguridad.
Si lo hacen, la comunicación —el camino real a la fusión de horizontes de Hans-Georg Gadamer— se rompe, o, mejor dicho, se corta de raíz. Simmel sugería que al margen de que el conflicto engendre amor u odio, puede proporcionar una salida de la jungla del aislamiento recíproco, aunque con la condición de que haya diálogo, que equivale al mutuo reconocimiento de que se comparte la condición humana; es decir, convirtiendo el muro de la frontera en un puente.
El primer obstáculo en la salida del aislamiento recíproco es el rechazo al diálogo: el silencio del distanciamiento, la falta de atención, el desprecio y la indiferencia. En lugar de amor y odio, la dialéctica del trazado de fronteras se concibe como una tríada de amor, odio e indiferencia o abandono. Sobre el vicio o el pecado de la indiferencia, el papa Francisco dijo el 8 de julio de 2013, durante su visita a Lampedusa, el lugar y el instante en el que comenzó la marea actual de malestar y la posterior debacle moral: “Cuántos de nosotros, yo incluido, hemos perdido el rumbo; ya no estamos atentos al mundo en el que vivimos; no nos importa; no protegemos lo que Dios creó para todos, y acabamos siendo incapaces incluso de cuidar unos de otros. Y cuando la humanidad pierde el rumbo, se producen tragedias como la que hemos presenciado… Hay que hacerse la pregunta: ¿quién es responsable de la sangre de estos hermanos y hermanas nuestros? ¡Nadie! Esa es nuestra respuesta: no soy yo; yo no tengo nada que ver; debe de ser otra persona, pero desde luego yo no… En nuestro mundo, hoy, nadie se siente responsable; hemos perdido el sentido de la responsabilidad por nuestros hermanos y hermanas… La cultura del confort, que nos hace pensar solo en nosotros mismos, nos vuelve insensibles a los gritos de otras personas, nos empuja a vivir en pompas de jabón que, por bellas que sean, son insustanciales; ofrecen una ilusión vana y pasajera que desemboca en la indiferencia hacia los demás, incluso en la globalización de la indiferencia. En este mundo globalizado, hemos caído en la indiferencia globalizada. Nos hemos acostumbrado al sufrimiento de otros: no me afecta, no me preocupa, no es asunto mío”.
El papa Francisco nos llama a “eliminar la parte de Herodes que acecha en nuestros corazones; pidamos al Señor la gracia de llorar por nuestra indiferencia, de llorar por la crueldad de nuestro mundo, de nuestros propios corazones y de todos quienes, en el anonimato, toman decisiones sociales y económicas que abren la puerta a situaciones trágicas como esta. ¿Ha llorado alguien? ¿Ha llorado alguien hoy en nuestro mundo?”.
Zygmunt Bauman, Mensajeros de la globalización, El País 31/10/2015