El Roto |
The Guardian preguntó hace poco a nueve economistas si nos encaminamos a otra crisis financiera mundial y, como es natural, dieron nueve respuestas distintas. A pesar de ello, seguimos acudiendo a los economistas como si fueran físicos, armados de predicciones científicas sobre el comportamiento de la economía. Los que consumimos ciencia económica debemos ser más realistas sobre sus límites, y los propios economistas también. Una actitud más modesta tanto en la oferta como en la demanda de análisis producirá mejores resultados.
Después de la gran crisis que comenzó hace casi 10 años, la ciencia económica ha hecho examen de conciencia, hasta cierto punto. Seguramente la autocrítica debería haber sido más profunda, tanto en los medios académicos como en la banca, pero está ahí. En particular, los pensadores económicos agrupados en torno al Instituto de Nuevo Pensamiento Económico de George Soros (INET) han elaborado un revelador informe sobre lo que sucedió.
El fundamentalismo del mercado se consideraba el polo opuesto de la economía comunista centralizada, pero en realidad cometió el mismo error: creer que un modelo racional podía abarcar, predecir y optimizar la dinámica complejidad del comportamiento colectivo de los seres humanos. Como escriben Roman Frydman y Michael Goldberg, “el economista, pues, igual que un planificador socialista, cree que puede hacer grandes cosas porque piensa que ha logrado descubrir el mecanismo predeterminado que produce los resultados del mercado”. Adair Turner, que vivió de cerca las principales decisiones económicas cuando era jefe de la Autoridad de Servicios Financieros de Reino Unido y hoy preside el INET, ofrece una versión comedida y convincente en su libro Between Debt and the Devil. Es cierto que los principales economistas criticaron los modelos matemáticos de perfección del mercado y que los mercados financieros tal vez siguieron versiones demasiado simplistas de esos modelos, dice Turner, pero “la corriente dominante de la ciencia económica y la ortodoxia política” no vio venir la crisis e incluso contribuyó a ella. Los principales errores fueron la “hipótesis del mercado eficiente” y la “hipótesis de las expectativas racionales”. Los economistas se acostumbraron a pensar que los actores del mercado se comportan no solo de forma racional, sino de acuerdo con los mismos modelos mentales que los economistas. (Soros lleva medio siglo tratando de denunciar esta falacia). Además, los especialistas en macroeconomía “en general no tuvieron en cuenta las operaciones del sistema financiero, en particular el papel de los bancos”.
Numerosos economistas cayeron presa de lo que se ha denominado envidia de la física, por analogía con la envidia del pene de Freud. Como otras áreas de las ciencias sociales, aspiraban a tener el prestigio, la certidumbre y la previsibilidad de la física. Hace tiempo que pienso que esta arrogancia creció gracias a que la economía es la única de las ciencias sociales a la que se le concede un Premio Nobel. Para ser exactos, es el Premio Sveriges Riksbank de Ciencias Económicas en memoria de Alfred Nobel, dotado por el banco central sueco y creado en 1969. Pero todo el mundo lo llama Premio Nobel de Economía y ha otorgado a los economistas una aureola especial que los ha ennoblecido.
Además, los políticos y gobernantes les prestan una atención que no prestan, por ejemplo, a los politólogos de la escuela de la Elección Racional que domina tantos departamentos universitarios en EE UU. Tal vez sea en parte porque a un gobernante que ejerciera la política de la Elección Racional se le echaría pronto de su cargo, mientras que, cuando alguien ha practicado la economía de la Elección Racional, la factura la han pagado los ciudadanos.
Eso no quiere decir que no debamos hacer caso a los economistas ni que la ciencia económica no merezca tener un Nobel. Solo significa que no es una ciencia exacta como la física. Para ejercerla bien hay que tener en cuenta la cultura, la historia, la geografía, las instituciones, la psicología individual y colectiva. John Stuart Mill decía que “nadie puede ser buen economista si no es nada más”, y John Maynard Keynes que un economista debía tener “algo de matemático, historiador, estadista y filósofo”. Y afirmó que “la ciencia económica es fundamentalmente una ciencia moral”. En realidad, se podría decir que el Nobel de Economía está a mitad de camino entre los de Física, Literatura y Paz. La ciencia económica es, en el mejor de los casos, un oficio multidimensional, basado en hechos, alerta a todo lo que influye en el comportamiento humano, de miras ambiciosas y de expectativas modestas sobre lo que se puede predecir.
¿Cuál es la conclusión de esta nueva y vieja interpretación de la naturaleza de la ciencia económica? No conozco la economía que se enseña en las universidades tanto como para decir si tienen que adaptarse más, pero me llamó la atención un manifiesto publicado hace un par de años por estudiantes de Economía en la Universidad de Manchester. En él proponían un enfoque “que comience con los fenómenos económicos y dé a los alumnos las herramientas para evaluar cómo puede explicarse desde distintas perspectivas”, en lugar de modelos matemáticos basados en hipótesis nada realistas. Seguramente a la economía le pasa como a otras disciplinas y cambia más despacio de lo que debería, por la fuerte inercia que suponen los viejos profesores acostumbrados a una manera determinada de hacer las cosas.
Y está también la conducta de los grandes responsables de la economía: ministros, banqueros centrales y líderes empresariales. Hace poco leí una espléndida charla que pronunció el veterano inversor Charlie Munger, el socio de Warren Buffett en Berkshire Hathaway, en 2003, mucho antes de la crisis. “Todo lo que ha conseguido Berkshire lo ha hecho sin prestar la más mínima atención a la teoría del mercado eficiente”. Su sabio consejo era restablecer el carácter multidisciplinario de la ciencia económica, no dar peso excesivo a lo cuantificable frente a lo que no lo es, no ceder a los deseos de falsa precisión ni dar prioridad a la macroeconomía teórica por encima de la microeconomía cotidiana, que era por la que se regían las decisiones inversoras de Berkshire.
Los simples oyentes deberíamos aplicarnos la misma lección. No deberíamos pedir a nuestros economistas más de lo que pueden darnos, como hacemos con nuestro médico. La medicina tiene un componente científico, más que la economía, pero los estudios médicos indican que nuestra salud depende en gran parte de otros factores, sobre todo psicológicos, y que aún existen muchas cosas desconocidas. Los economistas son como los médicos, pero menos.
Timothy Garton Ash, Como los médicos, pero menos, El País 11/02/2016