Dos momentos estelares (y no estrictamente literarios) en la historia de la literatura:
1) En una de las últimas entradas de su diario, en 1982, un agonizante
John Cheever casi concluye: "Voy a escribir lo último que tengo que decir, y creo que lo hago pensando en el éxodo… Diré que no poseemos más conciencia que la literatura; que su función como conciencia es la de informarnos de nuestra incapacidad de aprehender el horrendo peligro de la fuerza nuclear. La literatura ha sido la salvación de los condenados; la literatura, la literatura ha inspirado y guiado a los amantes, vencido a la desesperación, y tal vez en este caso pueda salvar al mundo".
2) En 1995, dentro de un auto estacionado en Sunset Boulevard, el actor
Hugh Grant es sorprendido por la policía en "actitud sospechosa" y con la cabeza de una prostituta, de nombre Divine Brown, entre sus piernas. El escándalo es mayúsculo: Grant —por entonces— es el inglés favorito de los norteamericanos y un chico encantador y tan gracioso para hijas y madres y tías. El actor se ve obligado a hacer una gira/vía crucis por todos los talk-shows televisivos de mañana y noche en EE UU y allí mostrarse arrepentido y tan encantador y tartamudeante como siempre. La estrategia funciona pero, además, deja un instante perfecto, histórico: cuando uno de los presentadores le pregunta al actor si ha pensado en recibir "ayuda psicológica", Grant se muestra sorprendido y pregunta para qué. El periodista le explica: "Para superar tus problemas". A lo que Gran sonríe —una de esas sonrisas de Hugh— y diagnostica: "Ah… Pero es que para esas cosas nosotros, en Gran Bretaña, tenemos las novelas".
Sin llegar a tales extremos de utilidad —la salvación de una carrera actoral o de todo el planeta—, está claro que la literatura, desde el principio de los tiempos, siempre ha servido para mucho más que la tan simple como compleja distracción y ancestral divertimento de que nos cuenten una buena historia.
Ya el esclavo de Nerón y filósofo estoico
Epicteto afirmaba que la lectura equivalía al entrenamiento de un atleta antes de entrar al estadio de la vida, y que su propósito final era el de alcanzar la paz suprema. Pero la lectura de ficciones sirve, además, ya desde la infancia, como herramienta para fortalecer el pensamiento abstracto, para comprender la percepción del paso del tiempo y estimular la imaginación, para entender el curso narrativo de todas las cosas, para aprender a diferenciar entre lo ficticio y lo verídico y lo posible e imposible (sin tener que renunciar a nada), para que se cuestionen o se potencien nuestras ideas y creencias, para la comprensión de conceptos como destino y éxito y fracaso y, finalmente, para evadirnos de la prisión de nuestros días en busca de mil y una noches y paisajes y experiencias, que difícilmente podríamos explorar o vivir desde nuestros dormitorios y oficinas. Lo dice Jojen en uno de los grandes éxitos editoriales de los últimos tiempos, la saga
Juego de tronos, de George R. R. Martin: "Un lector vive cientos de vidas antes de morir. El hombre que no lee vive solo una". Y, sí, no es posible vivir una vida que no puede imaginarse.
Así, la literatura es un catálogo de posibles existencias que nos ayudarán a formar y conformar la nuestra. Y lo dicho por Jojen —ya que estamos— también es aplicable a la idea de leer nada más que Juego de tronos. O de sentirse exculpado de todo repitiendo eso de que las series de televisión son la nueva gran literatura sin antes haber pasado por Shakespeare o Dante o Cervantes o Tolstói o Dickens o Nabokov o Borges y siguen las firmas. Y nunca olvidaré las palabras de aquel cuyo nombre no diré pero que, orgulloso, me lanzó un "yo no leo ficción, porque no me gusta que me cuenten mentiras". Que en paz descanse aunque siga vivo, o eso crea él.
El no leer, en cambio, no tiene ninguna ventaja y sí demasiados efectos residuales. Y ese virtual fin de la soledad que es la de pasarte la vida emitiendo y recibiendo ráfagas de más o menos 140 caracteres (y palabras abreviadas y emoticonos yselfies acerca de asuntos por lo general poco trascendentes) no es buen consejo ni consejero. Mirar no es lo mismo que ver y, mucho menos, que leer. Y, sí, no son tiempos fáciles para el asunto: cada vez se paladea menos materia noble, losbest-sellers están peor hechos con cada superventas que pasa, y el supuesto oasis del
libro electrónico resultó ser un espejismo: allí dentro más allá de esa novedad tonto-mesiánica à la Marvel Comics que permitía sostener toda una biblioteca con una sola mano y de la excitación supuestamente ético-contracultural de la descarga ilegal, el fenómeno probó ser —como tantos otros de aquí y ahora— un triunfo de la forma sobre el fondo, y del envase por encima del contenido. Así, el
e-book —a diferencia de tantos otros ciberproductos y muy lejos de aquellos volúmenes absolutos y tralfamadoreanos iluminados por Kurt Vonnegut— no tenía mucho más que evolucionar y no se volverá a hablar demasiado del soporte hasta que alguien desarrolle un modelo en el que, cada vez que llegas al final de un capítulo, se te exija resumen y apreciación crítica de lo que te ha contado y que, de no estar tú a la altura de lo que te demanda, ese libro se acueste con tu mujer, robe el cariño de tus hijos y hable con tu jefe para que te deje en la calle. Seguro que tendrá mucho éxito y que muchos soñarán con comprarse uno lo más rápidamente posible entre iPhone y iPhone.
Mientras tanto y hasta entonces, abundan los tan amenos como ominosos ensayos —el pionero
Elegías a Gutenberg, de
Sven Birkerts, y el más reciente
Superficiales, de
Nicholas Carr— donde se advierte de que vivimos en la "edad de la distracción" donde impera aquel "demasiado de nada" al que le cantaba Bob Dylan, y se predice el fin del don de la lectura. Y, por lo tanto, también de la escritura que alguna supo conformar la gran literatura decimonónica y consagró a la novela como forma sublime y contenedora de todas las cosas de este mundo y del infinito y más allá anterior a Google. Una magia sin truco que hace de nuestras bibliotecas una suerte de bioteca: una biografía alternativa y corriendo paralela a nuestro pasajero paso por aquí.
Y aun así, el misterio permanece: no dejan de formarse y fundarse clubes de lectura y talleres literarios y editoriales de todo tamaño, abundan los jóvenes que fantasean con trabajar a cambio de cama y mística en la librería parisiense
Shakespeare & Co., la ciencia inexacta de la literatura ha entrado como materia en carreras para tecnócratas feroces ('
Liderato a través de la ficción' y 'Libros y dinero: Gatsby & Co.' son algunas de las ofertas a considerar en programas de estudio en los que se advierte, de entrada, que "se evitará considerar al capitalista como villano"), se publican manuales de autoayuda basados en el
Ulysses de James Joyce (con foto de Marilyn Monroe leyendo la magnum opus del irlandés en su portada y hasta un comentario de la intensidad del orgasmo alcanzado por Molly Bloom en sus últimas páginas), se confeccionan
libros de arte y gastronomía a partir de cuadros y platillos degustados chez Marcel Proust, Franz Kafka es el anfitrión perfecto para una guía de Praga, y Blanes ya cuenta con una "
ruta Bolaño". Y hasta hay médicos que practican la
biblioterapia: leer para curarse y, previa cita, se identifica el mal y se diagnostica la mejor lectura para su erradicación. (Cabe preguntarse si se recomendará la obra de infelices y suicidas y depresivos y enfermos geniales, que son unos cuantos de los de ahí dentro).
También, por supuesto, por suerte, todavía hay suficientes especímenes de esos a los que tan solo les gusta leer a secas y a solas. Y se conforman con semejante inmensidad oceánica sin añadidos ni trucos ni distracciones. Y gracias por la gracia.
Según me contó un entre sorprendido y desconsolado
John Banville hace unos días, una reciente encuesta de la BBC determinó que un 60% de los consultados consideraban la de escritor como la mejor de todas las profesiones posible. Sin importarles que en Reino Unido un escritor promedio y a tiempo completo gane como mucho unas 11.000 libras al año y que esta cifra que en 2005 le tocaba al 40% del gremio ahora le llegue tan solo al 11%. Es verdad, los británicos aún no se ven en el trance de optar entre pensión y royalties. Pero todo se andará. "¿Quiénes son todas esas personas? ¿De dónde han salido? Pobres ilusos, no saben lo que les espera…", se lamentaba Banville, a quien ahora no le va nada mal, pero al que no le fue muy bien durante tanto tiempo. "Tal vez han sido seducidos por esa vida glamurosa y tan sexy del narrador Noah Solloway en la serie de televisión
The Affair", le dije. Banville no la había visto.
¿Leer puede hacerte más feliz?, se preguntaba un ensayo de hace unos meses en la revista
The New Yorker. Su autora, la narradora y antropóloga social Ceridwen Dovey, aseguraba que sí. Yo, que ya lo sabía, en cambio, prefiero amenazar con un no leer seguro que te hace más tonto. Mucho más tonto de lo que piensas. Más que eso que estás pensando.
Y de acuerdo: tal vez la literatura no sirva para salvar al mundo; pero sí que te ahorrará unos cuantos billetes de esos que gastas acostado en un diván recitándole a un casi desconocido el cuento de la nunca muy bien redactada novela de tu vida.
Rodrigo Fresán,
Literatura: instrucciones de uso, El País 07/02/2016