Diògenes i Alexandre |
El rey y el filósofo, monarquía y filosofía, monarquía y soberanía de sí, son temas frecuentes en la filosofía antigua. Pero en los cínicos adoptan, creo, una forma muy distinta, por la sencilla razón de que éstos plantean la afirmación muy simple, muy despojada y completamente insolente de que el propio cínico es rey. No es el mero ideal de una ciudad en la cual los filósofos sean reyes. No es esa suerte de juego entre la alteridad y la superioridad del filósofo con respecto al rey. El propio cínico es un rey, e incluso el único. Los soberanos coronados, los soberanos visibles, en cierto modo, no son más que la sombra de la verdadera monarquía. El cínico es el único verdadero rey. Y al mismo tiempo, frente a los reyes de la tierra, los reyes coronados, es el rey antirrey, que muestra cuán vana, ilusoria y precaria es la monarquía de los reyes.
Esta postulación del cínico como rey antirrey, como el verdadero rey que, por la verdad misma de su monarquía, denuncia y pone de manifiesto la ilusión de la realeza política, es muy importante en el cinismo. Ella explica el hecho de que el célebre encuentro histórico (probablemente mítico, desde luego) de Alejandro y Diógenesconstituya una de las escenas matriciales, por decirlo de alguna manera, a la que los cínicos hacen constante referencia. (…)
No repaso toda esta discusión que es bastante larga; me limitaré a señalar algunos elementos. En primer lugar, Alejandro es un rey, un rey de los hombres, un rey político. Pero para consolidar esa monarquía y poder ejercerla, está obligado a depender de una serie de cosas, y depende efectivamente de ellas. Para ejercer su monarquía necesita un ejercito, necesita guardias, necesita aliados e incluso una armadura (se presenta con su espada). Diógenes, por su parte, para ejercer su soberanía no necesita estrictamente nada. Está desnudo delante de Alejandro, metido en su tonel, no dispone de nada, no tiene ejército, n corte, ni aliados, ni nada. La monarquía de Alejandro es, pues, muy frágil y precaria, porque depende de alguna otra cosa. La de Diógenes, por el contrario, es una monarquía inerradicable e imposible de derribar, dado que, para ejercerla, él no necesita nada. (…)
En segundo lugar, ¿el verdadero rey es aquel que, para ser rey, necesita llegar a serlo, sea por educación, sea por herencia, porque sus padres o quienes lo hayan adoptado le impusieron esa responsabilidad? Es el caso de Alejandro: ha recibido la monarquía de sus padres y también de le ha impartido una formación (una paideia) que pretende hacerlo capaz de ejercerla. A ello, Diógenes opone lo que es un verdadero rey como él. Un verdadero rey como Diógenes, primero, tiene su origen directo en Zeus. Es hijo de Zeus y no de un linaje monárquico. Es hijo de Zeus en el sentido de que se ha formado directamente según el modelo del propio Zeus. El alma del sabio se ha formado en plena y perfecta soberanía. Es regia por naturaleza y, como consecuencia, no necesita paideia alguna. El alma del sabio no es un alma cultivada, no ha tenido que adquirir la monarquía y la capacidad de ser monarca por la educación. El alma regia lo es por naturaleza, sin ninguna paideia. (…)
El tercer elemento es el siguiente: lo que marca la realeza de un soberano como Alejandro, la condición para que ejerza esa soberanía, es que sea capaz de triunfar sobre sus enemigos. Y al triunfar sobre ellos va a asegurar su soberanía sobre los hombres. Es lo que dice Alejandro a Diógenes: pero, en fin, cuando yo sea, no sólo el rey de los griegos, puesto que ya lo soy, sino también el rey de los medos y los persas, a quienes haya derrotado en los hechos, ¿no seré en ese momento plena y completamente rey? A lo cual Diógenes responde: ¡qué dices! Habrás vencido a los griegos, habrás vencido a los medos, habrás vencido a los persas. Pero ¿habrás derrotado a los verdaderos enemigos que se te oponen? Y esos verdaderos enemigos son los enemigos interiores, tus defectos y tus vicios. El sabio no tiene ni defectos ni vicios. El rey de la Tierra, el rey de los hombres, bien puede combatir a todos sus enemigos. Bien puede vencerlos uno tras otro. Pero siempre le restará librar ese combate, el primero y el último, el fundamental.
Y para terminar, el último elemento entre el rey de los hombres y el filósofo rey, el cínico rey, es que el rey de los hombres está, como es obvio, expuesto a todas las desventuras y todos los vuelcos de la fortuna. Puede perder su monarquía. En cambio, el filósofo rey, el cínico rey, no dejará jamás de ser rey. Lo es para siempre, porque lo es por naturaleza. (…) Y esta idea del cínico como verdadero rey es, creo, bastante diferente de la idea platónica de las relaciones entre monarquía y filosofía, y diferente también de la concepción estoica.
Pero eso no es todo. Aunque es un verdadero rey, el cínico es un rey desconocido, un rey ignorado, un rey que, voluntariamente, por su manera de vivir, por la elección de existencia que ha hecho, por el despojamiento y el renunciamiento a los cuales se expone, se oculta como rey. Y en este sentido, es el rey, pero rey de la irrisión. Es un rey de miseria, un rey que oculta su soberanía en el despojamiento. (…)
Me parece que el cinismo fue la matriz, el punto de partida de una larga serie de figuras históricas que podemos reencontrar en el ascetismo cristiano, un ascetismo que es a la vez un combate espiritual en uno mismo, contra sus propios pecados, sus propias tentaciones, pero un combate, igualmente, por el mundo entero. El asceta cristiano es quien purifica al mundo entero de sus demonios. Idea de la suciedad combativa. Y además, claro está, en los diversos movimientos que atravesaron, acompañaron al cristianismo a lo largo de toda su historia, volveríamos a ver también la idea del soberano oculto, el soberano de irrisión que lucha por la humanidad y para liberarla de sus males y sus vicios. Aquí cabe mencionar el desarrollo de las órdenes mendicantes en la Edad Media, los movimientos que precedieron a la Reforma y que también la siguieron. Y en esos movimientos reaparece permanentemente el principio de una militancia, una militancia abierta que constituye la crítica de la vida real y del comportamiento de los hombres y que, en el renunciamiento, en el despojamiento personal, libra el combate que debe llevar al cambio del mundo entero. Después de todo, la militancia revolucionaria del siglo XIX sigue siendo eso, esa especie de realeza, de monarquía oculta bajo los oropeles de la miseria o, en todo caso, bajo las prácticas del despojamiento y el renunciamiento, esa monarquía que es combate agresivo, combate perpetuo, combate incesante para que el mundo cambie. Y en esas condiciones podemos decir, que el cinismo no sólo impulsó el tema de la verdadera vida hasta su inversión en el tema de la vida escandalosamente otra, sino que planteó esa alteridad de la vida otra, no como la mera elección de una vida diferente, dichosa y soberana, sino como la práctica de una combatividad en cuyo horizonte hay un mundo otro. (…)
Tenemos aquí, en el cinismo, el núcleo de una forma de ética que es muy característica del mundo cristiano y el mundo moderno. Y en la medida en que es el movimiento por el cual el tema de la verdadera vida llegó a ser principio de la vida otra y aspiración a otro mundo, el cinismo constituye la matriz o, en todo caso, el germen de una experiencia ética fundamental en Occidente. (287-301)
Clase del 21 de marzo de 1984. Primera hora.
Michel Foucault, El coraje de la verdad, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires 2010