Cada una de las grandes revoluciones civilizatorias que han configurado la cultura moderna ha producido una transformación profunda en las estructuras de la temporalidad que constituyen nuestra experiencia. Anthony Giddens había notado que los grandes viajes de exploración y conquista de la primera modernidad habían producido una conciencia de la separación del espacio y del tiempo. No es casual que tal impacto se notase especialmente en nuestro Barroco en el que proliferan imágenes de la fugacidad del tiempo. El monarca , Felipe II, cuyo lema era "el mundo no es suficiente", señalando su deseo de reinar sobre las geografías físicas e imaginarias, recibe su merecida réplica, que tan perceptivamente ha estudiado Fernando Rodríguez de la Flor, en el estrambote que finaliza el soneto que Cervantes le dedicó a su túmulo en Sevilla: el valentón que escucha al viejo soldado de las Guerras de Flandes espantarse del derroche que se ha realizado en el efímero monumento asiente "y luego incontinente, caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese y no hubo nada". "Y no hubo nada": en el Barroco, el espanto de la momentaneidad genera un conciencia vívida de lo pasado. La cultura barroca es un arte de la memoria y la melancolía.
Hubo que esperar a la era de las revoluciones y a los filósofos y poetas románticos para que la experiencia del tiempo se transformase en Historia. Fue la Revolución francesa, que conmovió las columnas de los estados estamentales; fue, sobre todo, la Primera Revolución Industrial, que transformó los verdes valles en pudrideros de humo donde habitaban multitudes miserables. La Historia, definida ahora como una organización narrativa del tiempo, como una calle de dirección única (hacia el progreso, según unos, hacia la destrucción, como pensarán otros), define la experiencia romántica del tiempo: se vive en la Historia y, quizá, para la Historia. Proliferan las iconografías que transforman el gesto en gesta, como ha expresado bien José Luis Molinuevo en Magnífica miseria, analizando el cuadro de Gross "Napoleón visita a los apestados de Jaffa".
La Segunda Revolución Industrial, la que creó las nuevas metrópolis de tráfico, consumo y velocidad, trajo sus propia cesta de efectos sobre la psicología del habitante urbano. Georg Simmel describió la experiencia urbana como una psicología de la enervación y la tensión producida por la acumulación de imágenes, movimientos, mensajes. Sigfried Krakauer y Walter Benjamin describieron lo fragmentario de esta experiencia. De hecho, sostenía Benjamin, produjo la destrucción de la experiencia como una estructura narrativa que pudiese incorporarse a la propia biografía. Fue la experiencia de shock producida por la instantaneidad de los cambios de imágenes en los montajes del cine o en la visualidad de la industria del consumo humano la que generó el shock de la experiencia. El arte y la literatura del tiempo reflejaron bien esta distorsión en las construcciones temporales. Dejando a un lado el ya muy transitado cubismo como intento de atrapar en dos dimensiones la simultaneidad de las imágenes, las transformaciones narrativas de Marcel Proust, Virginia Woolf, James Joyce y, sobre todo Samuel Beckett, dan cuenta de la imposibilidad de una narrativa lineal de la experiencia que anunciaba Benjamin. De la imposibilidad de construir un relato con sentido definido de cualquier evento histórico. El personaje de Mrs. Dalloway, Septimus, héroe de la I Guerra Mundial, sufre "shell shock" y es incapaz de escapar de la imagen de su amigo destrozado en la batalla. El tiempo de la Historia, como señalaron los posmodernos, se fragmenta en trozos de espejo roto en los que encontramos imágenes parciales de la catástrofe sin ser capaces de hacernos una idea de lo ocurrido. ¿Quién puede narrar la violencia del Siglo XX de formas que no remeden los torpes estereotipos hollywoodenses?
Las consecuencias de la Tercera Revolución Industrial, la era de la globalización, la instantaneidad y la virtualidad de la experiencia, ha sido bien definida por José Luis Brea como una distorsión en la memoria. A la memoria de archivo, que era el modo anterior de construir la Historia, le sucede -nos enseña Brea- una memoria R.A.M. una memoria de acceso aleatorio e instantáneo que presenta todo lo ocurrido y lo imaginado en un cúmulo infinito de superposiciones de datos que impiden definitivamente cualquier orden objetivo sobre el tiempo. Podría decirse que al fin de los archivos le ha sucedido el archivo del fin: la destrucción definitiva de la estructuración del tiempo en pasado, presente y futuro. Primero fue la destrucción del pasado que trajo la modernidad del siglo XX. La globalización ha traído la destrucción del futuro, la conciencia de la no conciencia del tiempo; la represión de toda imaginación de un tiempo posible distinto al actual. El consumo adictivo a las mil pantallas ha producido, por fin, el control total de la atención, la dominación del instante en un presente eterno que se ha convertido ya en el principal productor de plusvalía,
"Quien no tiene memoria necesita cicatrices": efectivamente. La experiencia contemporánea conduce a una dificultad insalvable de reconstrucción narrativa de la identidad. Quienes han sufrido traumas viven en una presente continuo que revive sin rememorar los hechos traumáticos y que impide hablar de ellos con la distancia de quien ha logrado transformarlos en cicatrices. No es, pues, extraño que "trauma" sea el concepto que parece definir la experiencia contemporánea de la temporalidad. La persona traumatizada era, en la época que describe Virginia Woolf, el personaje extraño al que todos miraban sin comprender. Ahora el trauma se ha convertido en un modo de explicar nuestra imposibilidad de relato. Lo ocurrido se convierte en herida que no logra transformarse en cicatriz, que presiona en un presente eterno que no puede ser archivado.
Quienes roban el futuro se arriesgan a perder también el pasado. No pueden luego quejarse de que las heridas no cicatricen y se transformen en memoria. Quienes controlan la atención no podrán tampoco quejarse de que la mirada dañada escudriñe incansable sus miserias. La cultura nos ha convertido a todos en Medusa, la de la mirada hiriente y herida que vuelve piedra a lo mirado y detiene el tiempo.
Fernando Broncano, El presente eterno, El laberinto de la identidad 06/03/2016