Se cuenta que la noche en que una multitud enloquecida, gritando consignas orangistas, procedió al linchamiento de los hermanos de Witt, hubo que encerrar a Spinoza en su casa de La Haya, para que no saliera a hacer pintadas, ni a distribuir octavillas contra esa barbarie. Corría el año 1672 y con la muerte de los hermanos de Witt finalizaba en los Países Bajos la política llamada de «verdadera libertad»: una gran autonomía de las ciudades y una atmósfera de enorme tolerancia intelectual.
En su juventud, Spinoza había sufrido en carne propia la intolerancia. Con sólo 24 años, había sido expulsado de la sinagoga de Amsterdam por mantener opiniones que no se ajustaban al hebraísmo oficial. Y, animado por esa excomunión, un judío lo había agredido a la salida del teatro. Cuando Spinoza murió de tuberculosis a la edad de 45 años todavía conservaba en el armario el abrigo que llevaba ese día, con el desgarrón que el cuchillo de aquel fanático le hizo. Cuestión de tener siempre presente cuán cauteloso había de ser.
¡Extraño este filósofo que antes de serlo, antes de que escribiera una sola línea de los libros que lo harían famoso, ya había sido condenado por los suyos y casi asesinado! Pero esas experiencias fueron fuente deinspiración, ya que sus escritos —tanto los que hizo públicos, como los que sólo enseñó a sus amigos y se editaron póstumamente— combaten las supersticiones religiosas y analizan las causas de las pasiones humanas.
A pesar de la cautela no pudo evitar, a lo largo de su vida, ser el blanco de muchos ataques verbales, algunos de los cuales resultan graciosos, si omitimos la amenaza que contienen: “ese hebreo protestante” o, aún mejor, “ese impúdico hebreo ateo”. Los insultos no dicen la verdad del insultado, sino de quien los profiere. Pero en este caso resulta, además de falso, paradójico que se piense que Spinoza es un filósofo ateo, cuando desprecia el materialismo vulgar de sus contemporáneos ateos —que no se interesan más que por el dinero y por la fama– y cuando, además, Dios está presente de manera abrumadora en todos sus textos.
Existe, claro está, una explicación al hecho de que se diga que Spinoza es ateo, y hay que buscarla en la fórmula que inventó: Deus sive natura, esto es, Dios o la naturaleza. No es difícil hacerse una imagen de lo que significa esta expresión; tenemos incluso la palabra panteísmo que nos puede ayudar. Espontáneamente pensamos que la identificación entre la naturaleza y Dios ha de entenderse como la inexistencia de un principio creador exterior al universo. En parte acertamos, y en parte no. Porque con esa explicación realizamos la traducción de Dios como naturaleza —lo que justificaría hablar de ateísmo—, pero omitimos la correspondiente de la naturaleza como Dios que, por el contrario, no puede ser reducida a ateísmo.
Desde luego Spinoza critica el Dios trascendente del cristianismo y del judaísmo, no sólo por estar fuera del mundo, en el más allá, sino por haber sido inventado a imagen y semejanza de los humanos. Como los humanos buscamos siempre la utilidad de las cosas, nos hemos aficionado a las explicaciones finalistas: los ojos son para ver, las manos para coger, y puesto que los animales y las plantas sirven para alimentarnos, es fácil concluir que existen para eso. Los partidarios de un Dios como principio creador externo del mundo lo imaginan antropomórficamente y hacen que en Él converjan todas las argumentaciones finalistas.
Un ejemplo. Carmen sale de casa, le cae una valla publicitaria encima y muere. Es un hecho fortuito y desgraciado. Pero quienes alucinan un Dios como explicación finalista preguntarán: “¿por qué le ha sucedido a ella?”. Si se les contesta que el viento, aquel día, era fortísimo y que el azar hizo que Carmen pasara justo por debajo, seguirán preguntando que por qué el viento era tan fuerte ese día y por qué tenía ella que haber pasado por ahí. Y así seguirán sin descanso hasta encontrarle un sentido a esa muerte. Al final se tratará de la voluntad divina —“porque así lo ha querido Dios”— que es, según Spinoza, el refugio de los ignorantes”.
«El hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría es una meditación no sobre la muerte, sino sobre la vida». Spinoza
[Así comienza La felicidad según Spinoza, de Maite Larrauri e ilustrado por Max. Editado por fronterad]