El Roto |
Nuestro presente es raro. Muy difícil de entender. Sabemos de dónde venimos, pero no sabemos a dónde vamos. Como reza el tópico gramsciano, lo viejo ya ha muerto, pero lo nuevo no ha nacido todavía. Sin duda, y a tenor de la velocidad de los cambios, los que vivirán el final del siglo XXI sabrán perfectamente de qué va la película que el mundo inició, a finales del XX, con la caída del muro de Berlín, la globalización económica, la eclosión de la informática, el nacimiento de internet y la realidad virtual. Los que vivan a final de siglo conocerán el resultado económico de la globalización y experimentarán la consolidación de unas sociedades culturalmente complejas que resultarán de las formidables corrientes migratorias a las que ahora estamos asistiendo. Su visión de las cosas quedará determinada por el exponencial aumento de los años de vida y la superpoblación: no sabemos con qué postulados éticos se enfrentarán a la vejez, a la enfermedad, a la congestión del territorio.
A finales del XXI, las confusas tensiones multipolares a las que ahora estamos asistiendo (y que sustituyen a la bipolaridad ideológica, Occidente-comunismo, que nosotros conocimos) habrán seguramente desembocado en un nuevo orden o desorden planetario, del que serán actores principales las nuevas potencias económicas (entre ellas los colosos China e India) que ahora vemos vacilar después de unos cuantos años de impresionante y emergente desarrollo. Las gentes de finales de siglo conocerán la maduración de lo que ahora percibimos como inquietante factor islamista, es decir, sabrán si el área cultural del islam puede conciliarse con el progreso o si habrá cristalizado como una colosal y belicosa cultura refractaria, opuesta frontalmente a los valores occidentales.
También sabrán las gentes del final del XXI hasta qué punto la ciencia y la tecnología conseguirán atemperar, corregir o depurar las consecuencias negativas del progreso, que tanto empiezan a preocuparnos ahora, debido a las evidencias cada vez menos discutidas del cambio climático. Y conocerán, finalmente, a qué nuevas formas de relación personal, social, económica y política conducen las nuevas tecnologías de la comunicación que, en apenas un cuarto de siglo, hemos visto cómo lo revolucionaban todo: la información, el sentido del tiempo y el espacio, las formas de vida, las relaciones económicas y financieras e, incluso, la visión del mundo. Si en 25 años la percepción del yo personal y del nosotros colectivo ha cambiado tanto por la revolución de las comunicaciones y de internet, es inimaginable la transformación que se habrá producido dentro de 75 o 80 años más, suponiendo, cosa perfectamente posible, que los cambios sigan produciéndose al mismo ritmo de ahora: frenético, velocísimo, irrefrenable.
Los historiadores que estudien el próximo final de siglo explicarán con gran naturalidad (como hacemos nosotros cuando hablamos de épocas pretéritas) la sociedad que ahora vemos emerger entre una nube de smog. Tomen la imagen en sentido literal y metafórico: literal porque la nube de smog o niebla de contaminación es cada vez más normal en nuestras ciudades y nos introduce lentamente en la incógnita de un futuro muy arduo desde el punto de vista del usufructo humano del planeta; y metafórico en el sentido de la extraña e incierta niebla del futuro en el que vamos entrando. Lo que para nosotros es cambio fabuloso (la velocidad de las conexiones mundiales) o inquietante (2015 ha sido el año más caluroso desde que se tabulan los datos meteorológicos), para los historiadores de principios del siglo XXII será sin lugar a dudas un paraíso tecnológico o un infierno de verdad. Quizás el mundo y la vida no tengan el perfil apocalíptico que algunos profetizan, pero el hecho es que nosotros estamos tan atrapados en las redes de este cambio de civilización que carecemos de distancia suficiente para diagnosticarlo.
Percibimos constantes mutaciones en las formas de vida social, vemos desaparecer o arruinarse demasiadas seguridades que heredamos del pasado; y eso nos inquieta. La incertidumbre nos domina a pesar de que la ciencia es el único ámbito que no ha sido combatido por el general escepticismo. Al revés de lo que acontecía al final de los siglos XVIII, XIX y XX, imaginar el próximo futuro produce menos esperanza que malestar. Menos sueños que pesadillas. No confiamos en el progreso como lo hicieron en los siglos pasados aquellos que del progreso no conocieron más que los aspectos liberadores y positivos: agua caliente, avances médicos, cervezas en la nevera, coches para la clase media, alfabetización para todos.
Extraños en nuestra tierra
El malestar o desconcierto que percibimos no son gratuitos: el cambio que se está produciendo en nuestro mundo no es un cambio cualquiera. “Nunca más nos encontraremos en casa”, sostiene Bauman.
Esta es la primera certeza del futuro. Está desapareciendola visión del territorio como “casa familiar”. Ni los que salen de su país para hacer turismo, ni los indígenas que se benefician del turismo se “encuentran en casa”. Tampoco, por supuesto, los inmigrantes o refugiados que han tenido que salir de su país buscando mejores horizontes, ni los autóctonos de las sociedades que necesitan inmigrantes para mantener el sistema económico o la pirámide de las pensiones. Ninguno de ellos se “encontrará en casa”. Todo el mundo empieza a ser extraño para todo el mundo. Extraño en la tierra natal, extraño en la tierra de acogida.
Ha desaparecido la posibilidad de un espacio geográfico percibido como propio, como hogar. Ahora los espacios son de todo el mundo y de nadie. Esta pérdida de la territorialidad familiar es el cambio más obvio de una cultura humana que durante milenios había mantenido la dialéctica entre casa y extranjería, entre dentro y fuera. El cosmopolitismo racionalista, el universalismo cristiano y el liberalismo económico defienden la bondad de la superación de la dicotomía casa-extranjería, pero lo cierto es que entraña riesgos. Una tradición tan arraigada en la condición humana no se rompe sin costes. No sabemos si las tensiones raciales, culturales y religiosas explotarán inevitablemente como culminación de los fenómenos migratorio y turístico. Lo que parece inevitable es que cristalice en muchos individuos la conciencia de orfandad. Orfandad por inexistencia del lugar de los padres en el que sentir el calor protector del hogar.
Una orfandad que aumenta y se exaspera con el hundimiento de todas las grandes cosmovisiones. Tras la muerte de Dios en las sociedades occidentales, tras el fracaso del comunismo y del agotamiento o las impotencias de la socialdemocracia, con la crisis económica mundial ha fracasado también la confianza en el mercado, que ha roto en los últimos años sus propias convenciones. No queda una visión del mundo a la que agarrarse confiadamente. El antropólogo Lluís Duch explica cómo la pérdida de credibilidad afecta ya a los tres ámbitos tradicionales de socialización de la vida humana: la familia, la escuela y la política. Ninguno de estos tres ámbitos consigue ya transmitir valores compartidos y socializadores a las jóvenes generaciones.
Ciertamente, el mundo islámico y las corrientes conservadoras de occidente se aferran radicalmente, incluso belicosamente, a la sumisión religiosa. Pero se trata de una visión ideologizada de la religión que sólo podrá mantenerse como factor de combate, como reacción a las formas de vida consumistas y nihilistas que la generalización del mercado ha producido. Los defensores de Dios contra el becerro de oro: esta será, en todo caso, una de las batallas del siglo.
Economía a ciegas
Volvamos al derrumbamiento moral del mercado. Los economistas y políticos proponen palos de ciego a la crisis financiera. Las grandes fuerzas políticas y económicas del mundo imponen recetas de austeridad, contención del gasto y todo tipo de reformas estructurales sin saber si funcionarán o no. Recientemente, debido al hundimiento del precio del petróleo, al parón de los países emergentes y a la volatilidad de las finanzas, asistimos de nuevo a un repunte del miedo al crac. Un crac total. Es muy acusada la impresión de que la economía marcha sola, al margen no ya de los intereses de los consumidores y productores, sino también de los gobiernos y de las grandes corporaciones económicas.
Las mismas democracias parecen estar en crisis: los escándalos por corrupción que están a la orden del día no son casuales, sino representativos de los límites del sistema. Chocan los poderes ejecutivo y judicial. Los intereses de las élites aparecen muy descarnadamente en el escenario y, consiguientemente, los más desfavorecidos, engañados o castigados se sienten tentados por el populismo. La indignación consigue cambiar gobiernos, pero no consigue transformar la realidad. La indignación es el prólogo de la decepción. Las democracias tienden a imitar al hámster que va dando vueltas en su ruedecita. De la indignación al cambio y del cambio a la decepción para volver a empezar. ¿Hasta cuándo querrá seguir rodando el hámster? ¿Deseará en algún momento romper la rueda de la democracia inútil para buscar la utilidad por otros caminos menos democráticos o posdemocráticos?
Política anticuada
En otro orden de cosas, es inevitable constatar que la violencia política aumenta. El terrorismo cambia de cara, pero se apodera de nuevos espacios y obliga a los estados occidentales a reconsiderar el umbral de las libertades. Todo lo que parecía fuerte, está debilitándose. El sistema vacila y la confianza en el sistema cede. ¿No es, acaso, el estado moderno lo que está en quiebra? El estado ha quedado anticuado para hacer frente a los retos y necesidades de la globalización económica y poblacional. El dinero parece haberse convertido en nuestro tiempo en un poder autónomo, sin control. Los peligros que acechan la vida cotidiana parecen haber desbordado las posibilidades del Estado. Y puesto que también la salud del planeta está muy alterada por causa de la acción humana, se hace evidente la necesidad de un poder global.
Sabemos que necesitamos un poder global para enfrentarnos a los problemas planetarios: seguridad, globalización económica, degradación climática. Pero también sabemos que esta receta no es posible, es una utopía. No se vislumbra un poder global. Ni su existencia parece responder, de momento, a los deseos de las diversas sociedades del mundo, atrincheradas en la defensa de sus intereses y encerradas en los juguetes de la emoción nacional, religiosa o cultural. Ningún dato objetivo nos permite imaginar la disminución o desaparición en las próximas décadas de los obstáculos que hoy impiden la gobernanza mundial. Al contrario: diríamos que el mundo se fragmenta más que nunca, debido a la emergencia de nuevos polos económicos y debido a las apuestas constantes y fervorosas en favor del choque de culturas. Es una paradoja: la uniformidad económica y social del mundo, a la que aludíamos más arriba, crea conflictos culturales generalmente alimentados de manera artificial.
La misma idea de progreso está en quiebra. ¿Qué es hoy el progreso? ¿Y qué es hoy el conservadurismo? Ecológicamente los llamados progresistas son conservadores. Económicamente los liberales, supuestamente derechistas, son transgresores: el anarcocapitalismo es la guinda del neoliberalismo. Basten estos dos ejemplos para concluir que el motor de los cambios tal como los habíamos entendido durante todo el siglo XIX y buena parte del siglo XX no funciona a la hora de pensar el presente y el futuro. Los intereses de cada sector son a menudo opuestos a otro. No hay intereses comunes en el mundo, fragmentado en bloques, pero tampoco en las sociedades, ni tan siquiera existen intereses comunes en el interior de las clases sociales, o lo que quede de ellas, debido al conflicto generacional. Cada segmento social supura agresividad y busca una salida por su cuenta y riesgo. Lo mismo sucede entre regiones, estados y ámbitos geoestratégicos. La tensión de todos contra todos es insomne, cuando no amenazante. Un constante malhumor preside el presente. Y el malhumor es siempre mal presagio de futuro.
Sentimiento de pertenencia
Incluso si las élites políticas y mediáticas, sinceramente preocupadas por el futuro de la humanidad, favorecieran la idea de que es imprescindible la unidad de criterio para gobernar los problemas del mundo, incluso si las élites cambiaran de repente sus reticencias y abandonaran el cultivo exacerbado de la diferencia cultural o histórica, incluso en esta hipotética y benemérita circunstancia, lagobernanza mundial de los problemas que nos atosigan (economía, seguridad, ecología) sería una utopía. Es un hecho que las sociedades, aunque cada vez más idénticas, no cambian fácilmente su sentimiento de pertenencia. Pasar de la pertenencia a un área cultural a la pertenencia mundial requiere un esfuerzo hercúleo y coordinado durante décadas. Sin embargo, es posible que los peligros que acechan al mundo se aceleren y compliquen mucho antes de que la conciencia de la necesidad de la gobernanza mundial pueda haber cristalizado. Entonces, ¿cómo se solucionará la disociación entre peligro global e imposibilidad de respuesta global? ¿Apelando a la democracia? Por supuesto que no. Si los peligros del mundo son cada vez menos soportables, en algún momento se impondrán por decreto soluciones tecnocráticas en todos los aspectos de la vida cotidiana.
Recordemos cómo ha funcionado la relación entre el todo europeo y sus partes. Son muchísimas las actividades agropecuarias, culturales, industriales, incluso de tipo casero o artesanal, que la UE ha prohibido o sometido a mil y una exigencias. Durante bastantes años, los gobiernos de los diversos estados europeos utilizaron las “imposiciones de Bruselas” como los padres apelan al coco para condicionar a sus hijos. Una cómoda apelación a las “exigencias europeas” permitía a los gobiernos imponer límites sanitarios, ambientales, culturales o políticos a determinadas actividades, límites que nunca hubieran osado proponer directamente por miedo a perder las elecciones.
Cuando estas medidas coercitivas estaban acompañadas por grandes ayudas económicas que la UE aportaba a los países menos avanzados como España, la ciudadanía las aceptaba gustosamente. Sarna con gusto no pica. Pero al llegar las vacas flacas, los dictados de Bruselas dejaron de parecer interesantes y positivos, para convertirse en “imposiciones injustas” y en “recortes a la democracia”. El caso griego ha sido el más sonado.
¿Razón o emoción?
Este es un lugar común dar por supuesto que Europa “se ha impuesto” a la democracia griega. Las cosas son en realidad mucho más complejas, pero para el asunto que nos ocupa –el futuro de la democracia– dicha percepción elemental es muy útil: la solución técnica se impone a la voluntad democrática, puesto que, supuestamente, la solución técnica responde a la realidad, mientras que la democracia responde a la fantasía y a las emociones de la gente.
La Ilustración, que entronizaba la razón, ha dejado paso a un nuevo imperio: el de las emociones. El irracionalismo domina todas las manifestaciones de la vida social y pública. El cine debe emocionar, como la serie televisiva. El cantante, el escritor, el pedagogo, el historiador, el periodista, el investigador, todo el mundo tiene que tocar la fibra sentimental de las audiencias para ser tenido en cuenta. Naturalmente también el político, también el intelectual.
Todo aquel que necesite aceptación pública debe alentar el cosquilleo emocional para ser aceptado. Incluso en ámbitos en los que es imprescindible la racionalidad y el método científico, como es el de la medicina, son combatidos mediáticamente por una nueva ola de superstición más o menos disfrazada de alternatividad que, aprovechando los inevitables límites de la ciencia médica, progresa a base de suscitar sentimientos: se sospecha de la ciencia y se argumenta a favor de todo tipos de fantasías.
Esto nos lleva a revisar el dilema que se planteó Umberto Eco en aquel famoso libro Apocalípticos e integrados en la cultura de masas. Ante el miedo que tenía la cultura académica en los años setenta de ser barrida, aguada o desterrada por los nuevos y potentísimos instrumentos de la cultura de masas, Eco sugería que la nueva cultura de masas sería un buen instrumento para popularizar y hacer llegar a nuevos sectores sociales el legado de la tradición humanística.
Ciertamente: Eco ha llevado a la práctica personalmente, mediante sus libros, estas teorías, que le reportaron grandes éxitos. Pero su diagnóstico era ilusoriamente optimista. Es un hecho que los instrumentos de cultura de masas (reforzados ahora con internet y con todas las tecnologías digitales de la comunicación interpersonal) han barrido completamente el canon cultural y han impuesto el valor supremo de la audiencia y la ganancia económica consiguiente, como única pauta cultural.
Desde este punto de vista, el humanismo ha fracasado. Los valores que atesoraba ahora son menos preciados por las audiencias y por las industrias culturales, que no les dejan prácticamente espacio para influir en la vida social.
El pesimista ve nubes. El optimista camina sobre ellas
Esta será la lógica que determinará el futuro de nuestras democracias durante todo el siglo XXI: mientras lademocracia participativa apelará a las emociones colectivas, las tecnocracias apelarán a la razón, a criterios técnicos, científicos (aunque, por supuesto, apelar a la razón puede ser tan manipulador como excitar la emoción).
Emoción y razón, ahora mismo ya enfrentadas, se separarán a medida que el siglo avance y los problemas ecológicos, económicos y de seguridad se intensifiquen. El resultado de este enfrentamiento no puede saberse a ciencia cierta. Es posible, sí, imaginara qué tipo de democracia nos acercamos: una democracia visceral, fundada en las emociones, pero corregida por las autoridades en base a informes tecnológicos y científicos, que acabarán limitando muchísimo los comportamientos individuales. La dialéctica entre la vivencia emocional y la aceptación de los límites impuestos puede revitalizar la democracia o, por el contrario, puede aguarla definitivamente. ¡Quién lo sabe!
El pesimista frunce el ceño ante la visión de lado oscuro de las nubes. El filósofo ve ambos lados y se encoge de espaldas. El optimista ni tan siquiera ve estas nubes: camina por encima de ellas.
Antoni Puigverd, Emociones y nubes negras, La Vangardia 14/03/2016