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En el horario interminable de la doble jornada, el cuidado de la familia completa –madres y padres, descendencia y otros lazos- corre a cargo de las mujeres, que hace ya mucho salieron del hogar para participar en espacios profesionales, fabriles y de servicios sobre los que aún se mantiene el estereotipo de que fueron ocupados mayoritariamente por hombres. Pero la salida del espacio doméstico en busca de vida y sueldo no ha cambiado la función cuidadora de las mujeres que en su casa y en la ajena atienden entre todas a la sociedad española al completo. El tiempo que dedican al día, según lo ha contabilizado María Ángeles Durán, no está sujeto a las medidas de la economía ni de la política que ejercen las autoridades y quienes aspiran a serlo. La lista de servicios que desempeñan es inmensa y Durán la amplía en cada libro que escribe y en cada investigación que realiza.
Como los estudios de Lina Gálvez, Cristina Borderías y muchas otras han mostrado, las mujeres estaban –y continúan- allí donde se las admitía, ocultas tras las figuras de sus jefes, por un lado, y tras la historiografía de sus jefes, por el otro. El patriarcado es más antiguo que las universidades, los hospitales y las escuelas, más ancestral que las fábricas y el asfalto, que el ferrocarril y el vehículo automóvil. En él, las mujeres se encuentran en los mercados, en las salas de espera del sistema sanitario, en el mostrador de las farmacias, en las reuniones de los centros educativos y sus asociaciones “de padres”, asociaciones “de vecinos” y reuniones de comunidades “de propietarios”. Asombra el masculino de un lenguaje que retrata a una sociedad cuya estructura familiar ha sido, como relataba José Luis Barbería en EL PAÍS del lunes 14 de marzo, un colchón para la crisis.
Para dar base científica al retrato de tal colchón, se acompaña la caracterización de su fortaleza con la de una nueva moral, la de la generación mejor preparada de la historia de España, de su dinamismo y de su creatividad. Esa es la generación que parece estar viviendo de la pensión del abuelo y el subsidio del desempleo. Y así es como el retrato de las crisis devuelve a nuestros hombres su protagonismo. Ellos la crean y ellos la superan. En tal excelente compañía, las mujeres no necesitan trabajar –fuera del hogar, ya se sabe-; ni hablar, por lo visto, puesto que para tal retrato de inconmensurable fortaleza social las opiniones son todas de catedráticos –el masculino hace al caso como otra veces-, sociólogos, historiadores, pensadores en general, varones intelectuales que nos retratan con precisión.
Hace también mucho que la sociología retrata las sociedades mediterráneas –Salvador Giner en su prestigiosa palabra y colegas de este, de Julio Carabaña a Olga Salido y Ana Arriba- como espacios donde las familias están cohesionadas y apoyan a quienes viven en ellas, sustituyen las carencias de los estados –o quizá, se ha sugerido también, los estados desatienden a las sociedades porque saben del soporte que desempeñan las familias.
Las familias han resultado espacios para la diversidad –unas veces infernal, otras veces celestial y casi siempre soportable por las ventajas que suele proporcionar a quien se beneficia de sus afectos y servicios. El papel de las mujeres en ellas es tan obvio como permanentemente silenciado en los análisis. O quizá se ha calificado de obvio para evitar mencionarlo. El silencio y la obviedad parecen compartir aquí referencias mutuas y complicidades recíprocas.
No hay fortalezas insospechadas. Si fuera posible disentir –y todavía lo es pese a los esencialismos en expansión- habría que recordar que todo el sur de Europa resiste las dificultades económicas porque la estructura social descansa en formas de vida articuladas en torno a intercambios en los que el afecto juega mediatizado por los cuidados, las atenciones y el trabajo en cada casa de las mujeres que se ocupan de atenciones de todo tipo, tanto si además trabajan fuera de ella como si no lo hacen.
La prueba más potente de ello es el fracaso del Estado al procurar políticas de atención social. Ni la fiscalidad, ni las prioridades de las políticas llegan allí donde han llegado las mujeres como soportes de las estructuras básicas del Estado – cuando alguien cuidó a nuestra prole, eran mujeres que por un rato nos sustituían. Ese Estado patriarcal se debatió siempre, como ahora, entre valorar el trabajo de las mujeres o infravalorarlo, pues tanto si promueve el regreso de las mujeres a casa –en tiempos de crisis, bajando las cifras del paro por retiradas voluntarias de las madres jóvenes que han regresado a amamantar a demanda- como si reconoce su aporte a la modernización y a la profesionalización recupera, o pretende recuperar, el amor maternal para explicar la importancia de que las mujeres sigan cuidando de las familias.
Y una más: tampoco el PIB contabiliza ese tiempo y su valía, ya que solo suma el que se hace fuera del hogar o sirve fuera de él. Estamos lejos de la creatividad analítica que la superación social española merece.
María Jesús Santesmases, La familia y una más, El País 17/03/2016