Sigmund Freud posando para Oscar Nemon, Vienna, 1931 |
1. Con él llegó el escándalo
En 1930, cuando tenía setenta y cuatro años y seis hijos adultos, Freud escribió uno de sus ensayos más célebres, El malestar en la cultura, en el que se examinan todas las causas de la insatisfacción humana en la vida social. Pero al comienzo del capítulo III es el propio autor quien manifiesta un cierto malestar: «Nuestro estudio de la felicidad no nos ha enseñado hasta ahora mucho más que lo ya conocido por todo el mundo. Las perspectivas de descubrir algo nuevo tampoco parecen ser más promisorias», una melancólica declaración que se lee de nuevo en los primeros párrafos del capítulo VI («Ninguna de mis obras me ha producido, tan intensamente como ésta, la impresión de estar describiendo cosas por todos conocidas, de malgastar papel y tinta, de ocupar a tipógrafos e impresores para exponer hechos que en realidad son evidentes»). Y entonces, quién sabe si para consolar al lector de tanta trivialidad y de tan poca novedad, Freud pone a su texto una nota a pie de página. En ella, a partir de lo que llama «el material psicoanalítico» (es decir, el material verbal obtenido «de la mente humana» mediante la actividad clínica o no clínica de los psicoanalistas), da a conocer al lector una «hipótesis» sobre la conquista y conservación del fuego por parte de la especie humana. Según ella, el principal obstáculo que el hombre tuvo que vencer para mantener vivo el fuego fue el placer (infantil pero arrebatador) que les proporcionaba a los varones de las sociedades «primitivas» extinguir su llama mediante la micción allí donde se lo encontrasen; algo que en cierto modo –siempre según Freud– ratifican el Gulliver de Lilliput y el Gargantúa de Rabelais, «testimonios» de la persistencia de ese impulso primitivo. ¿Por qué era tan imperioso este deseo? Obviamente, porque «de acuerdo con las leyendas que conocemos, no cabe poner en duda», dice Freud, que el varón primitivo tenía una concepción fálica de la llama enhiesta, y por tanto esta manera de apagar el fuego simboliza «un goce de la potencia masculina en contienda homosexual», de la que sale triunfante quien consigue apagar la llama de su rival. El dominio sobre el fuego, «esta grandiosa conquista cultural representaría, pues, la recompensa por una renuncia instintiva», a saber, el dominio del varón sobre su propio fuego (homo-)sexual. La hipótesis «explica», además, por qué «se habría encomendado a la mujer el cuidado del fuego aprisionándolo en el hogar, pues su constitución anatómica le impide ceder a la placentera tentación de extinguirlo». Y, por si alguien necesita más pruebas, la experiencia (psicoanalítica) «confirma el parentesco entre la ambición, el fuego y el erotismo uretral».
Nosotros, los lectores de hoy, por así decirlo, nos hemos acostumbrado al psicoanálisis, hemos aprendido a ver a Freud, junto con Marx o Nietzsche, como uno de los forjadores de la cultura contemporánea, en la cual sus ideas y su terminología han desempeñado y desempeñan aún un papel fundamental; sus obras son bastante bien conocidas y sus contenidos, más o menos estrictamente transcritos, tienen incluso implantación en la cultura popular; y hasta los propios avatares personales del creador del psicoanálisis y de la comunidad de terapeutas creada en torno a él nos resultan relativamente familiares, independientemente de que la práctica del psicoanálisis como actividad clínica no atraviese hoy por su mejor momento de implantación social. Quizá por ello nos resulta algo difícil captar la extrañeza y la perplejidad que declaraciones como la citada debieron causar en su momento en el «mundo lector» al que se dirigían sus escritos.
Naturalmente, Freud se anticipa a las objeciones que un crítico no avisado podría dirigirle, acusándolo de «delirar» en lugar de «razonar»: él reconoce que sus hipótesis (como la que acabamos de recordar sobre la conquista del fuego) son «fantásticas». Pero el hecho de que sean fantásticas, como lo son los sueños, así como el de que los supuestos «datos» en los que se basan carezcan del estatuto que se exige en otras disciplinas científicas para considerarlos tales, no elimina lo que alguien llamaría su «eficacia simbólica». Es decir, no elimina el hecho de que sin la ayuda de semejantes «fantasías» resultaría imposible atribuir sentido a un gran número de las «dolencias del alma» tenidas por patológicas, y aun a muchos comportamientos ordinarios de los seres humanos que serían sencillamente incomprensibles e intratables, del mismo modo que el humor o la inclinación a la comicidad no podrían entenderse, según Freud, de no verse en ellos la aspiración «a alcanzar por estos caminos el talante de nuestra infancia, en la que no teníamos noticia de lo cómico, no éramos capaces de hacer chistes y no nos hacía falta el humor para sentirnos felices en la vida» (El chiste y su relación con lo inconsciente). Y si alguien, asombrado ante esa teoría de la conquista del fuego, sintiera la tentación de recomendar a su autor acudir a un especialista que revisase su estado mental, claro está que tendría que reconocer que el especialista no podría ser otro que un terapeuta de la clase de los que Freud inventó (Karl Kraus decía, malévolamente, que el psicoanálisis es una enfermedad del espíritu que se considera como remedio de sí misma). Es decir, alguien capaz de encontrar sentido a un poblado y amplio continente de fenómenos que, pareciendo no tener ninguno, provocan inmensas cantidades de dolor a los individuos y a las colectividades, y a los que antes del psicoanálisis no había modo de acomodar en el discurso médico ni en el de las ciencias humanas en general.
2. El abogado del diablo
Por eso es pertinente volver a poner a Freud «en su tiempo y en el nuestro», como reza al subtítulo de la biografía escrita por Elisabeth Roudinesco. Aunque la obra no añade datos relevantes que fueran esencialmente desconocidos, el texto aporta una gran cantidad de información y tiene la virtud de mostrarnos nítidamente a Freud como un médico más o menos ambicioso que, con los mimbres de una sólida formación científica como neurólogo y de una erudición cultural envidiable, se propuso hacer algo que estaba excluido en la Viena de su tiempo por la práctica dominante del «nihilismo terapéutico» (que hacía abstracción del dolor de los enfermos como si se tratase de una «cantidad desdeñable» que no debía perturbar la actividad científica), a saber, escuchar a sus pacientes (y también a sí mismo, pues nunca dejó de ser su primer paciente). Lo que no significa que creyese lo que ellos le decían, sino que se convertía en «un advocatus diaboli que no por eso ha entregado su alma al diablo». Y fue así como comenzó a descubrir ese continente de fantasías simbólicamente eficaces, de sinsentidos aparentes para cuyo desciframiento el propio Freud tuvo que «suspender» el juicio y negociar con su talante marcadamente conservador y con su espíritu científico, dando lugar a un «saber de la sospecha», como habría dicho Paul Ricœur, que desde entonces no ha dejado de resultar sospechoso, por ocupar un incomodísimo lugar en el mapa epistemológico de la cultura moderna: «había inventado una disciplina imposible de integrar, no sólo en el campo de la ciencia, sino en el de las ciencias humanas por entonces en plena expansión desde finales del siglo XIX. Para los científicos, el psicoanálisis era literatura; para los antropólogos, mitología», dice Elisabeth Roudinesco (Freud en su tiempo y en el nuestro, Debate 2015).
Cuando su biografía va otorgando nombre y rostro a todos esos personajes que en la obra escrita de Freud sólo son «casos» o seudónimos («el hombre de las ratas», «el hombre de los lobos», «Juanito», «Irma»...), revela una vez más eso que no deja de escandalizar a los psicólogos positivistas: el modo en que las elaboraciones teóricas, los «avances» y los «escollos» en el desarrollo del psicoanálisis, las escisiones y las disputas, los «hallazgos» y las «decepciones» que jalonan la historia de la disciplina son inseparables de una red de relaciones personales, rivalidades afectivas, tramas familiares y encuentros amorosos en un círculo no demasiado abierto que confiere al liderazgo patriarcal de Freud y a la comunidad reunida en torno a ese liderazgo una forma difícilmente conciliable con la imagen que nos hacemos habitualmente (y quizá también ingenuamente) del mundo científico. Herr Professor nunca fue el venerable descubridor de una rama científica universitariamente reconocida y transmitida de manera reglada, sino el promotor y el «alma» de una sociedad bastante cerrada aunque variopinta, extendida por el mundo, asentada en vínculos personales muy bien seleccionados en el ámbito de la cultura, pero cuyos hilos pasaban siempre, si no por sus manos, sí al menos por la autoridad de su palabra (un inequívoco «culto a la personalidad» que se ha transmitido, sobre todo, y con tintes acaso más estrambóticos, a la escuela lacaniana).
Hay un aspecto que Roudinesco, en la obra mencionada, destaca de las relaciones de Freud con su propia obra que no deja de ser interesante: el autor siempre se quejó de la mala acogida de sus teorías (que lamentaba incluso antes de divulgarlas) y de sus prácticas, de las titánicas dificultades que había tenido que vencer para abrirse camino en su tiempo. Pero esta imagen contrasta con la realidad registrada de su actividad terapéutica: trató a unos ciento veinte pacientes a lo largo de su vida, viendo a menudo a ocho al día en sesiones de cincuenta minutos a razón de seis veces por semana durante varias semanas y en ocasiones varios meses, aunque algunos, afectados por constantes recaídas, se volvieron casi crónicos, y otros acudieron solamente a una consulta o a una sesión de psicoterapia. Y contrasta igualmente con lo que puede leerse en su correspondencia y deducirse de las ediciones de sus obras, que más bien nos enseñan que el psicoanálisis fue, casi desde el principio, un discurso triunfante: «El inmenso éxito vivido por el psicoanálisis era la consecuencia de la invención freudiana de un sistema de interpretación de las afecciones del alma fundado en grandes epopeyas narrativas que tenían que ver más con los desciframientos de los enigmas que con la nosografía psiquiátrica [...] cualquiera podía verse como el héroe de una escena teatral sabiamente compuesta de príncipes, princesas, profetas, reyes caídos y reinas en desamparo».
3. El asalto al alma
La insistencia, por parte de Freud, en las «resistencias» que despertaba el psicoanálisis tiene probablemente su base empírica en el «cerco» que a su obra y a sus tratamientos se formó en su amada Viena, en parte debido a prejuicios antisemitas y en parte al rechazo de su «pansexualismo» por parte de los sectores moralmente más conservadores; pero también obedece a la imbricación de la autoimagen del psicoanálisis en la retórica del «asalto al alma» por parte de la ciencia, que se constituyó en claro paralelismo a la ya desarrollada a propósito del «asalto al cuerpo» llevado a cabo por la medicina clínica que fue capaz de fundar la anatomía patológica. Del mismo modo, las doctrinas y tratamientos psicoanalíticos se presentan a menudo, cuando se hace su historia, como herederas del impulso cartesiano de «racionalización» de la vida afectiva: así como los forjadores de la anatomía patológica moderna suelen autodibujarse como una suerte de «héroes» que habrían tenido que vencer toda clase de tabúes religiosos y de supersticiones populares (cuando no recurrir a los «ladrones de cuerpos» de los cementerios para obtener algún progreso en sus investigaciones), se habría dado un movimiento similar en el caso de la «conquista del alma», que comenzaría con la extracción de las afecciones anímicas del territorio del confesionario y su traslado al escenario «geométrico» tanto en el tratado de Descartes acerca de Las pasiones del alma como en la Ethica de Spinoza o –aunque con un acento distinto– en el Tratado sobre la naturaleza humana de David Hume, todos ellos resultado de la «modernización» de las clásicas epístolas morales; de este modo, el psicoanálisis dispondría (en cuanto solidario de la psiquiatría científica) de una legitimación narrativa que en muchas ocasiones acarició el propio Freud –por ejemplo, cuando tuvo que justificarse ante Richard von Krafft-Ebing, que era hostil al psicoanálisis, recordando al viejo psiquiatra el paralelismo entre las resistencias que provocó en su día su Psychopathia sexualis y las suscitadas por La interpretación de los sueños–, y que presentaría al psicoanalista como paladín de una ilustración a la que se resisten los arraigados prejuicios de las masas.
Leyendo los mapas emocionales de Descartes o la geometría pasional de Spinoza, podría tenerse la impresión de que este modo de presentación de las afecciones del alma en un discurso frío y objetivo tiene algo de disección clínica (algún estudioso los ha calificado de «autopsias del sujeto voluntario») y, al mismo tiempo, de violación de un recinto sagrado, de que se trata de una exposición descarnada y exhaustiva de los componentes del alma o de la intimidad que, hasta ese día, se habían mantenido en la tiniebla prerreflexiva del diálogo secreto –secreto de confesión–, susurrante y sensitivo, que cada creyente mantiene con Dios o cada individuo consigo mismo, e incluso de que el esfuerzo lingüístico que tanto Spinoza como Descartes despliegan en su afán clasificatorio, que a veces desciende hasta la sutileza del detalle y que está plagado de agudísimas observaciones psicológicas, es solidario de la misma pretensión lingüística de fidelidad y precisión que habita en la creación del léxico nosográfico de la patología clínica en la época de las Luces. Sin embargo, la exposición sistemática de las pasiones que proponen esos textos clásicos nos las presenta bajo una luz que tiene un cierto tinte de artificialidad: parecería que esta «psicotomía» geométrica sólo puede presentar las pasiones de un modo forense: cuando ya no tienen –o como si no tuvieran– poder alguno de afectar, cuando pueden ser observadas «desde fuera» y con una suerte de pinzas conceptuales que las desconectan de toda su potencia, es decir, presuponiendo de hecho, en el comienzo, aquello que sólo podría estar al final y como resultado, a saber, un sujeto completamente liberado del poder que las pasiones ejercen sobre su alma y, por tanto, enteramente dueño de sí mismo.
Pero, aunque el proyecto de Freud pueda en muchos aspectos aproximarse a esa posición histórica, difiere de ella en sus elementos más esenciales, porque las «pasiones» de las cuales el psicoanálisis pretende hacer una cartografía son siempre afecciones vivas, no desconectadas al estilo de la medicina legal o de la geometría racionalista, y precisamente esa cualidad es la que impide esa clase de visión hialina a través de la cual el sujeto podría observarse a sí mismo como si ya estuviera a salvo de la muerte, es decir, a salvo de la vida. Por así decirlo, Freud hizo algo que jamás habían hecho Descartes ni Spinoza: abrió algunas almas, pero no para hacer su autopsia, sino cuando todavía estaban vivas, contando con que lo estaban y, en el caso de las almas de los muertos (por ejemplo, la del presidente Schreber), como si lo estuvieran. El analista no ve el alma, sino que más bien la oye, y lo que en este diálogo se trata de escuchar no es el discurso mediante el cual el sujeto reconstruye (y eventualmente justifica) sus propias acciones como producto deliberado de su proyecto de vida, sino aquello que de sí mismo le es extraño, aquello que resulta ajeno a su proyecto y –por así decirlo– desconocido para él mismo, pero que en cualquier caso teje con pragmática obstinación la trama de su conducta y, en esa medida, el hilo de su carácter. En un sentido similar, lo propio de los personajes de la novela urbana del siglo XIX y de la primera mitad del XX no es la firmeza de sus caracteres, sino el hecho de que presentan una cierta «debilidad constitutiva», una grieta (lo que F. Scott Fitzgerald llamaba crack-up, esa enfermedad moral que emparenta al narrador de El Gran Gatsby con su personaje o al profesor Aschenbach con Tadzio, y cuya densidad no puede despacharse con el simple apelativo taxonómico de «homosexualidad») que les convierte en ajenos a sí mismos y que, lejos de ser un obstáculo para la elaboración literaria del personaje, es justamente el punto de apoyo a través del cual el novelista logra –cuando lo logra– la forja de un carácter verosímil.
4. La guerra y la pulsión de muerte
Freud no aspiraba a elaborar una filosofía, pues la filosofía no era para él más que un intento caduco de construir una imagen coherente del universo, que había sido desautorizado por la ciencia moderna, a pesar de que cuando denominó a su proyecto «metapsicología» lo hizo en cierto modo para desvincular el trabajo psicoanalítico de la psicología existente en su tiempo, que estaba ligada a la conciencia, de un modo parecido a como la «metafísica» habría querido ser un estudio de las causas primeras del ser desvinculado de la investigación empírica sobre la materia y la experiencia vivida. Pero, a diferencia de la filosofía, que carecía de influjo sobre las masas porque no trataba con las emociones, el psicoanálisis sí que aspiraba a tener efectos sobre los hombres, y en ese sentido entraba en cierta colisión con las religiones. Aunque en buena medida la incurable infelicidad del sujeto moderno se deba a la pérdida del ideal religioso, que reduce sus expectativas al orden de su cuerpo biológico, del mundo externo y de sus relaciones con los demás, era a esos hombres que habían renunciado a la ilusión religiosa a quienes el psicoanálisis dirigía su mensaje «antropológico». Al contrario que los que en su tiempo y en su ciudad practicaban una «metafísica nietzscheana», plena de nostalgia del Dionisos arcaico (como los discípulos de Stefan George y de Ludwig Klages que constituyeron la atmósfera cultural del barrio muniqués de Schwabing), el psicoanálisis no anunciaba ningún «retorno a la naturaleza» trascendente perdida. Tampoco era una fábrica de «ilusiones sustitutivas» para la añoranza de lo divino (como según Freud lo eran, en cierta medida, la neurosis, la psicosis o las drogas).
La desaparición de la trascendencia había creado, en su opinión, las condiciones para un nuevo acceso a la cultura que, por así decirlo, podría ahora llegar a ser conscientemente lo que siempre había sido de manera inconsciente: la sublimación de las pulsiones bárbaras y salvajes del «estado de naturaleza». «A su entender –escribe Roudinesco– el único camino de acceso a la sabiduría, esto es, a la más alta de las libertades, consistía pues en una investidura de la libido en las formas más elevadas de la creatividad: el amor (Eros), el arte, la ciencia, el saber, la capacidad de vivir en sociedad y de comprometerse, en nombre de un ideal común, en la búsqueda del bienestar de todos». Y, en ese sentido, veía la teoría psicoanalítica como una traducción, en la lengua de los mitos, de la «epopeya psíquica de la especie humana». Una epopeya en la que Apolo y Atenea deben acabar con la ley del crimen y el espíritu de venganza para instaurar el derecho y la justicia en la ciudad de los hombres.
Este relativo «optimismo antropológico» de un pesimista como Freud fue, sin embargo, desapareciendo poco a poco en la época de la Primera Guerra Mundial. De algún modo, la guerra era el fenómeno externo que encarnaba empíricamente un «mal interno» que habitaba en el corazón de la doctrina psicoanalítica y que llevaría a su radicalización en el último tramo de su vida. Y en este capítulo de los «hechos externos», la guerra del 14 redujo drásticamente sus ingresos, aumentó los efectos de las «escisiones» de Jung y de Adler e incluso llevó a un grupo de psicoanalistas a alinearse con el nazismo de Göring (a quien llamaban el Führer de la psicoterapia), que había seguido las ideas de Jung, en el «Instituto Alemán de investigaciones psicológicas» creado bajo el gobierno de Hitler. Desde su viaje a Estados Unidos a principios del siglo XX, donde el psicoanálisis obtuvo su primer reconocimiento «oficial», y en el que contrajo –en una barbacoa organizada para él por William James– un «malestar estomacal» que ya no le abandonaría nunca, Freud desconfiaba de la «deriva americana» del psicoanálisis, excesivamente orientada a una psicología del yo y excesivamente centrada en el principio del placer.
A pesar de ello, tanto su supervivencia personal como la divulgación masiva de sus teorías parecían depender cada vez más de esa deriva estadounidense y del psicoanálisis en lengua inglesa. Si entre 1895 y 1914 sus pacientes venían de los imperios centrales y del norte y el sur de Europa, a partir de 1920 empezaron a llegar mayoritariamente de Norteamérica, Francia y el Reino Unido (los países «vencedores» de la contienda mundial), y fueron principalmente las consultas de pacientes y psiquiatras estadounidenses las que le devolvieron la prosperidad y lo consagraron como un «analista de analistas». Se diría que para conjurar ese peligro de «banalización» de la doctrina psicoanalítica escribió uno de sus ensayos más «barrocos» (el adjetivo es de Roudinesco), Más allá del principio del placer. En él, y ya en el capítulo de los «hechos internos», el fundador del psicoanálisis intenta encarar las dificultades presentadas por ciertos fenómenos psíquicos muy variados, fundamentalmente compulsivos, que, como las neurosis traumáticas derivadas de la guerra, se explican difícilmente por el principio del placer y sus avatares y que, por tanto, a primera vista serían objeciones contra al psicoanálisis. Y, para hacerlo, hace un gesto que le reprochará parte de la comunidad psicoanalítica, viendo en él una reacción afectiva provocada por el horror de la Gran Guerra, pero sin fundamento en el edificio teórico ya construido.
Según su biógrafa, al final de este ensayo «Freud se encontraba como Edipo: príncipe cojo, interrogado por una Esfinge andrógina que encarnaba a la vez el saber absoluto y la puesta en entredicho de todos los saberes [...] la profecía de un hombre que sentía nostalgia por el mundo de otrora –el de los mitos y los sueños y su juventud vienesa– y que, pese a ello, se negaba a lamentar la grandeza perdida de los viejos tiempos o a adoptar un discurso decadente sobre presuntas catástrofes venideras». Y para evitar esos dos peligros –la nostalgia y el discurso decadentista–, Freud se interna en una vía deliberadamente especulativa. En su magnífico libro sobre El genio austrohúngaro (trad. de Agustín Coletes, Oviedo, KRK, 2009), William Johnston examina cuidadosamente un tópico de la Viena de principios de siglo y del período de entreguerras, que él llama «la fascinación austríaca por la muerte». De acuerdo con ese tópico, la «huida hacia la especulación» permitió a Freud alumbrar una de sus criaturas teóricas más siniestras: el instinto de muerte, la inclinación del alma hacia su propia destrucción, que encontró un pésimo recibimiento en Estados Unidos y que, como acabamos de recordar, aún es rechazado por una parte importante de sus herederos intelectuales. Con él reforzaba el gesto que lo singularizaba entre los psicólogos y sexólogos de su tiempo: no privaba al hombre de su libertad, pero le hacía tributario de una determinación inconsciente que lo expulsa definitivamente de la posición de dueño y señor, señalando una «vida nocturna de la humanidad» que era soslayada por las ciencias del comportamiento de su época: «Lo que tomaba de Darwin –señala Roudinesco– no era, además, nada distinto que lo que tomaba de Sófocles: la novela trágica de un hombre que, después de verse como un dios, advierte que es otra cosa y no lo que creía: un asesino». Y aunque se había considerado siempre «apolítico», el pensador de lo irracional que nunca quiso dejar de ser se afianzó en sus últimos años como un teórico de una democracia elitista.
En El porqué de la guerra –otro ensayo dictado por el sombrío clima bélico que acabaría expulsándolo de Viena–, Freud esboza la figura de una comunidad de sabios dirigentes que «someten su vida pulsional al dictado de la razón» como garantía del Estado de Derecho, de la renuncia al asesinato y de la promoción de la cultura frente al instinto bélico. Estaba convencido de que sólo una ley que frenase las pulsiones destructivas permitiría a la sociedad escapar a la barbarie que secretamente deseaba y buscaba (el goce del mal como «parte maldita» de la sociedad), y de que las artes y la cultura podrían vencer esa voluntad nihilista que era tan humana como la inclinación a la vida y al placer.
5. Las desventuras del deseo
En El libro de la risa y el olvido (trad. de Fernando de Valenzuela, Barcelona, Seix Barral, 1980), Milan Kundera relata la historia de la fotografía de Klement Gottwald en el balcón de un palacio barroco de Praga el 25 de febrero de 1948, aclamado por miles de personas en la Plaza de la Ciudad Vieja: «Aquel fue un momento crucial de la historia de Bohemia. Uno de esos instantes decisivos que ocurren una o dos veces por milenio». Lo acompañaba su camarada Vladimir Clementis, que se quitó su gorro y lo puso sobre la cabeza del líder para protegerlo del frío: «Hasta el último niño –dice Kundera– conocía aquella fotografía que aparecía en los carteles de propaganda, en los manuales escolares y en los museos. Cuatro años más tarde a Clementis lo acusaron de traición y lo colgaron. El departamento de propaganda lo borró inmediatamente de la historia y, por supuesto, de todas las fotografías. Desde entonces, Gottwald está solo en el balcón. En el sitio en el que estaba Clementis aparece sólo la pared vacía del palacio. Lo único que quedó de Clementis fue el gorro en la cabeza de Gottwald». Borges, por su parte, creía que las «grandes fechas históricas» tienen menos que ver con la historia que con Cecil B. DeMille, y que las jornadas importantes siempre son «secretas». Por así decirlo, Freud introduce en la conciencia europea el descrédito de la epopeya del yo y de sus «grandes fechas», y lo único que a él le interesa de las fotografías que de sí mismos le ofrecen sus pacientes es el gorro que Gottwald lleva en la cabeza, porque la historia que tiene que contar no es la que quiere divulgar el Departamento de Propaganda del sujeto, sino la que ese Departamento quiere ocultar. Pero no porque se trate de denunciar con escándalo el asesinato de Clementis, de descubrir el crimen y entregar al culpable, sino más bien para mostrar que lo que sobra en la imagen que cada uno ofrece de sí mismo es signo de la faltadel propio sujeto en ella, y que esa falta es la que se encuentra arbitrariamente rellenada en la instantánea cartesiana del cogito, sum; lo que no significa en absoluto que no haya ninguna verdad sino, al contrario, que la verdad se revela precisamente en los intentos de sepultarla, maquillarla o falsearla. Esta verdad no es, desde luego, la «fidelidad histórica», sino la que consiste en hacer lugar a esa falta de sentido –que es estructural y no coyuntural, que permite articular sentido en lugar de impedirlo– en vez de suplantarla con una ilusión.
Este aspecto de la empresa intelectual de Freud queda bastante bien dibujado en el libro de Roudinesco. Sin embargo, no deja por ello de ser una biografía escrita por una psicoanalista y desde dentro del psicoanálisis (que en general transmite demasiado a menudo un olor a cerrado), aunque haya que reconocerle la inteligencia de no hacer que el lector se sienta «extranjero» en sus páginas, algo que es tan común en muchos de sus colegas. Seguramente por ello llama la atención que, si se trataba de poner a Freud también en nuestro tiempo, y no sólo en el suyo, no se haya señalado el lugar de algunos de los grandes discursos críticos que, ya en vida de Freud y después de su muerte, han puesto en cuestión la mitología psicoanalítica desde diversos puntos de vista que no se reducen a la reacción positivista-cientifista o a la defensa de la psicología del yo, y que no pueden despacharse con las pequeñas historias de las «disidencias» internas.
En algún momento, Roudinesco dice que «Freud se veía a sí mismo como el creador de una doctrina, sin imaginar que esta pudiera ser también el producto de una historia que él no controlaba». Pero ella no sigue esa vía demasiado lejos. En varios de sus escritos, el crítico norteamericano Fredric Jameson ha expuesto la diferencia entre la música de Verdi y la de Wagner diciendo que, mientras en la del primero las «pasiones» escenificadas resultan perfectamente reconocibles (los celos, el amor, la cólera, la envidia, la venganza…), en la del segundo se disuelven todas ellas en un continuum emocional en el cual es imposible hacer distinciones cualitativas: una especie de tonalidad afectiva indiferenciada que recuerda al ennui o al spleen baudelaireano. Podríamos decir, por nuestra parte, que esa diferencia es también la que existe entre esos «tratados de las pasiones» que antes mencionábamos –en los que cada sentimiento aparece cualitativamente analizado y diferenciado de los demás– y la «sexualidad generalizada» que Freud llama la libido: un deseo abstracto, capaz de «investir» cualquier objeto, en el cual se disuelve todo el contenido emocional históricamente acumulado por la tradición cultural, de tal manera que esas clasificaciones de las pasiones ahora nos resultan inevitablemente «anticuadas».
En El Anti-Edipo (trad. de Francisco Monge, Barcelona, Paidós, 1985), y más allá de las intenciones políticas de su libro, Gilles Deleuze y Félix Guattari mostraron hasta qué punto esta disolución corre pareja con aquella transformación de la experiencia que convierte todos los trabajos cualificados, las profesiones y los oficios convencionales en ese «flujo indiferenciado» que Marx llamaba «fuerza de trabajo». Y está por investigar si esta «fuerza de deseo» abstracta descubierta por Freud (o por la que Freud se vio arrastrado) no es la otra cara de esa misma «mano de obra» y, en esa medida, un elemento fundamental para comprender nuestras sociedades posindustriales, y si el psicoanálisis tiene una verdadera potencia crítica capaz de contrarrestar su impulso. En un sentido similar (aunque desde presupuestos completamente contrarios), también han intentado «poner a Freud en su tiempo y en el nuestro» los críticos que nos recuerdan que el psicoanálisis forma parte de una serie de dispositivos teórico-prácticos cuyo efecto es «curar» a los individuos de las sociedades contemporáneas de todo compromiso con respecto a su propia conducta, pues ese tipo de obligación cada vez les resulta más difícil de sobrellevar. Así, Juan Bautista Fuentes escribía en La impostura freudiana (Madrid, Encuentro, 2009) que el éxito del psicoanálisis también puede interpretarse como una recompensa por haber cumplido la función de una exculpación para clases más o menos acomodadas con respecto a su total pérdida de responsabilidad frente a la disolución de la vida moral, una irresponsabilidad a la que la teoría y la práctica psicoanalíticas proporcionarían una legitimación «científica». Pero quizá esa habría sido ya otra historia. Aunque alguna vez merecería la pena contarla.
José Luis Pardo, Freud entre nosotros, Revista de Libros 19/04/2016