Catalina i Diderot |
En el verano de 1762, ya ha quedado probado que, en adelante, la opinión pública constituye un poder que debe ser tomado en cuenta. No solo porque Voltaire, desde Ferney, está a punto de lograr una movilización sin precedentes en favor de la familia Calas, sino también porque la nueva soberana del Imperio Ruso debe borrar la mancha que ha signado su ascenso al poder; quizá menos a los ojos de sus propios súbditos que a los de toda la Europa pensante, que se ha nutrido de Montesquieu, Voltaire y la Enciclopedia. Después de Federico II, la emperatriz Catalina II comprendió muy bien que todo déspota debe aspirar a ser ilustrado. A tal efecto, es necesaria la unción de los f ilósofos, cuya aprobación, e incluso aplausos, constituye una suerte de legitimidad de nuevo género. Si bien el soberano gobierna a su pueblo según su buen parecer, es de buen tono dar la espalda a la tiranía de lo arbitrario para ingresar a la modernidad, tal como ha sido definida por los filósofos.
Más allá de Federico y de Catalina, una nueva generación de príncipes y reyes descubren, al mismo tiempo que muchos de sus súbditos, los principios de esa modernidad. Cada libro de Buffon, de D’Alembert, de Diderot, de Condillac o de Helvétius aporta su piedra basal al edificio y suscita reflexiones y comentarios, tanto en Francia como en el extranjero. Voltaire no se equivoca cuando le escribe a D’Alembert: “La opinión gobierna al mundo, y a ustedes [los filósofos] les toca gobernar la opinión” (Carta de Voltaire a D’Alembert del 26 de diciembre de 1767). Pero no debería preocuparse: los filósofos ya gobiernan la opinión de la elite. Para convencerse, basta leer las confidencias de Beccaria sobre su “conversión a la filosofía” (Carta al abate Morellet del 26 de enero de 1766). Cinco años de lectura de los filósofos han servido para operar la “revolución en [su] espíritu”, que estuvo en el origen del famoso libro De los delitos y las penas, publicado en 1764, con la consabida repercusión. Aun cuando se encuentren lejos de estar listos para una conversión filosófica, los soberanos se sienten interpelados por estas nuevas ideas que suscitan el entusiasmo de una minoría ávida de cambiar el mundo, cuando menos en el extranjero, pues Luis XV, obstinadamente cerrado a esas ideas, no muestra sino hostilidad hacia aquellos que las propagan. Razón de más, para los filósofos, para ir a buscar fuera de Francia el reconocimiento que se les niega en su propio país.
La década que comienza asiste, pues, a la instauración de una suerte de connivencia ente príncipes y filósofos. Los primeros comprendieron que la opinión de los segundos define reputaciones, y que nada vale tanto como las alabanzas de la república de las letras para su celebridad y posteridad. A cambio, ofrecen a los filósofos, más allá de las facilidades consabidas, la dignidad y la consideración del soberano, de la que tanto carecen en París. Más aún, les dan la ilusión de tener poder al generar en ellos la expectativa de una posible aplicación de sus ideas. En el lapso de quince años (hasta que Diderot se desencantó de Catalina), los filósofos se creyeron los “institutores de los amos del mundo” (Carta de la duquesa de Choiseul a madame Du Deffand del 14 de junio de 1767), antes de tomar conciencia de que no eran sino peones en el juego de sus protectores. Pero, por el momento, la moda es el príncipe filósofo, y el filósofo siente que se convierte en rey.
Élisabeth Badinter, Las pasiones intelectuales. III Voluntad de poder (1762-1778), Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires 2016