Soy investigador en el área de la Psicología de las diferencias individuales. No existe ninguna otra disciplina psicológica que haya contribuido más y de forma más productiva al desarrollo de mi profesión. Los investigadores de esa área han sido los peor tratados por sus colegas de profesión de otras áreas, pero no voy a hablaros hoy de esto.
Hoy reflexionaré sobre el concepto de ‘normalidad’.
La primera vez que vi una distribución “normal” fue en una clase de Psicología de las Diferencias Individuales. Recuerdo que llamó mi atención por tres razones: 1) su simplicidad 2) su utilidad y 3) su generalizabilidad. Con el tiempo aprendí que estas propiedades son de suma importancia cuando tratamos de integrar algunos conceptos científicos.
Vivimos en una sociedad eminentemente competitiva, centrada en la consecución de la excelencia y en la detección del talento (y del talentoso). Eso no tiene por qué ser malo. Sin embargo, un efecto colateral es que se tiende a menospreciar o infravalorar a los individuos que se acomodan en la parte central de esa curva. El término mediocre, que estrictamente significa “de calidad media”, se utiliza despectivamente para señalar la falta de un talento (o característica) especial.
Algo parecido sucede con el término ‘vulgar’ cuando se emplea para describir algo frecuente o común. Podríamos seguir poniendo ejemplos para mostrar cómo, casi sin percatarnos, la búsqueda de lo divino nos lleva a menospreciar lo normal. Hasta que un buen día sucede algo que te hace valorar esa parte central de la curva. Como dicen que sucede con el ser amado: “nadie sabe lo que tiene hasta que lo ha perdido”. Con la normalidad puede suceder algo parecido.
Hay que reconocer que puede resultar difícil definir “normal” y “anormal”. No está de más recordar que lo normal y anormal puede fluctuar a lo largo del tiempo. Quizá puedan identificarse dos grandes parámetros para definir el concepto de normal: el estadístico y el idealista.
El estadístico toma como valor directriz el término medio, el grueso de una población, es decir, la parte central de la curva normal. El criterio idealista necesita un “modelo ideal”, un “como debe ser” y se usará ese modelo para hacer una comparación: quien se ajuste a esa valoración ideal será “normal”.
En mi opinión es preferible optar por el criterio estadístico porque es más objetivo: es normal el individuo cuyos rasgos (o conductas) no se aparten de los patrones comunes o más frecuentes, con una rango de variación (hacía lo positivo o negativo) razonable. Es anormal quien se aparta de ese promedio.
Usando ese criterio, los individuos de los extremos también se encuentran dentro de la curva normal. Son menos frecuentes, pero no son ni patológicos ni negativos. Cuando se usa el criterio estadístico, anormal es sinónimo de poco frecuente, sin juicios de valor. El criterio estadístico es, por consiguiente, ‘necesario’ para delimitar el comportamiento anormal. Sin embargo, como señala el administrador de este blog (
[robertocolom.blogspot.com.es] ), no es ‘suficiente’:
“Hay que considerar el impacto social del comportamiento de las personas. De esta manera, las personas que tienen un comportamiento social no adaptativo, deberían ser consideradas (también) anormales”.
En su tratado sobre
Psicología de las Diferencias Individuales así concluye
Roberto Colom la parte dedicada al estudio científico de las diferencias individuales anormales:
“La desviación social es un criterio tan necesario como la desviación estadística, pero en igual medida tampoco es suficiente”.
Llegados a este punto, una pregunta relevante, tanto desde el punto de vista científico como aplicado es:
¿Por qué existen las diferencias individuales anormales?
Pienso que cuando se trata de buscar una explicación sobre el origen de algún trastorno, es necesario considerar la improbabilidad de que exista una única causa.
Roberto Colom presenta tres perspectivas para explicar las diferencias individuales anormales, según la propuesta de
Michael Eysenck: la perspectiva médica, la perspectiva psicológica y la vulnerabilidad personal.
Según el primer enfoque, el comportamiento anormal tendría un origen bilógico/físico (genes, mecanismos bioquímicos, factores neuroanátomicos, etc.) similar al de una enfermedad médica común. Desde el segundo, el comportamiento anormal resultaría de unas condiciones ambientales adversas. Por su parte, desde la tercera perspectiva emerge el concepto integrador de disposición, y ”la definición de disposición tiene que ver con la herencia, pero también con los hábitos aprendidos”.
Mi director de Tesis, el profesor Manuel de Juan-Espinosa, solía decir que “los experimentos con gaseosa…”. Pretendía resaltar el hecho de que cuando se trabaja con seres humanos no vale cualquier modelo. Y que las opiniones de uno, por muy bonitas que sean, se deben guardar en un segundo plano si no están respaldadas empíricamente. Por esto, uno esperaría que otros profesionales a los que se les concede prestigio, más o menos próximos a la psicología, tuvieran más claras las consecuencias de emplear estás perspectivas, y especialmente algunas de las consideraciones acerca del concepto de normalidad manifestadas en este post.
Error.
Piensen en una orientadora escolar que hizo una evaluación de capacidades cognitivas a un niño de cinco años diagnosticado con retraso madurativo casi dos años antes. Es cierto que hay problemas inherentes al diagnóstico de los trastornos del desarrollo en niños tan pequeños. Algunos de estos niños aún no dominan el lenguaje, y además, existen muchas diferencias individuales en su desarrollo, lo que dificulta la aplicación de criterios estadísticos. Pero piensen en esta profesional que ha citado a unos preocupados padres para emitirles un informe según los resultados de la evaluación. Sencillamente, la orientadora no puede decir que el niño tiene un rendimiento cognitivo “normal” si los resultados muestran puntuaciones inferiores al percentil 5 en diversas áreas cognitivas primarias. Ni puede NI DEBE decirles a esos padres que la evolución de su hijo es normal, cuando al diagnosticarle el retraso madurativo le estimaron una diferencia de 1 año con el resto de niños de su edad y ahora esa diferencia es de más de dos años. Se mire como se mire estos datos no son “normales”. Si nos ponemos en la piel de estos padres llegaremos a la conclusión de que merecen que se les digan las cosas claras, ya que el primer paso para afrontar un problema es conocerlo bien en toda su dimensión.
A todo esto, conviene tener presente que el informe de esa orientadora tiene consecuencias. Una de ellas es que mandará a este niño “normal” a un aula estándar sacándolo, por tanto, del programa de necesidades educativas especiales y quitándole los apoyos que puede necesitar. No soy psicólogo educativo, pero mi predicción es que ese niño estará llamando en breve plazo a las puertas del fracaso escolar, con el sufrimiento que eso le ocasionará.
Los preocupados padres –que son padres pero no tontos—buscan una explicación rigurosa a los problemas que presenta su hijo y acuden a un servicio de neurología pediátrica. En esencia, estos padres buscan descartar que los problemas de su hijo estén originados por alguna alteración biológica en su cerebro, o, en su defecto, saberlo para poder dar la solución más apropiada a las necesidades del niño.
Aquí el panorama es más desolador aún pues la neuróloga, una mujer que por su edad adivinan acaba de finalizar su carrera de medicina, se limita a hacer dos preguntas al niño, echar un vistazo superficial a los informes de la orientadora y hacer suyo el diagnóstico de que el niño es “normal”. A diferencia de la orientadora, la doctora no hace una sola prueba médica para justificar ese diagnóstico.
Y en este punto me asalta una pregunta: ¿que es peor a la hora de emitir un diagnóstico, basarse en datos que están mal interpretados o hacerlo sin tener en cuenta ninguna evidencia?. Es difícil responder, pero sí que puedo decir que el día que explicaron el concepto de normalidad la doctora hizo pellas.
Sirva esta reflexión sobre la normalidad para reconocer a esas miles de familias que no necesitan que les digan lo “normales” que son sus hijos. Lo que necesitan es que les digan en qué aspectos se alejan de la normalidad y, sobre todo, por qué razón, para poner los medios disponibles para lograr superar sus dificultades.
Porque las personas sufren. Los experimentos con gaseosa…
Sergio Escorial Martín,
Sobre lo normal y lo divino, Blob de Toberto Colom 24/04/2016