Norman Manea |
La reciente reedición de la obra maestra Mein Kampf ha vuelto a demostrar —por si hacía falta— el gran interés del público por las ideas y las acciones radicales e incluso criminales. Nos recuerda la fascinación que los seres humanos han sentido siempre por las exhibiciones sangrientas de crueldad, desprecio e inmoralidad, desde la antigüedad hasta el presente.
Si una cosa se repite una y otra vez, y no es consecuencia de ninguna catástrofe natural, sino de las decisiones humanas, quizá significa que es necesaria. En particular cuando todos los esfuerzos pedagógicos para fomentar la racionalidad, la compasión, la mutua comprensión, la solidaridad, la tolerancia y el sentido común, e incluso el lema de “libertad, igualdad, fraternidad”, se han convertido en meros lemas envejecidos e inútiles para la euforia infantil.
A las tiranías laicas del siglo XX —nazismo y comunismo— se ha unido en los últimos tiempos un tipo de opresión místico y religioso, el fanatismo islámico, que desafía a millones de creyentes y convence a muchos —demasiados— de que el impulso de matar tiene una motivación religiosa y que ellos tienen que ser los únicos supervivientes de la demencial campaña para limpiar el planeta de todos los infieles; mejor dicho, de todos los otros. Es una trampa en la que caen muchas personas confusas, incapaces de dar con una manera coherente y fiable de salir adelante en una sociedad que no parece hecha para ellas; su vulnerabilidad les impide resistirse a unas promesas baratas y corruptas.
Cuando era niño tuve el malévolo privilegio de experimentar directamente en un campo de concentración y exterminio la tiranía fascista de la raza superior, ferozmente dedicada a aplicar la Solución Final, que consistía en asesinar a todas las razas inferiores. Después de haber sobrevivido a aquello, pasé mi adolescencia y mis primeros años de adulto en la perversa y sanguinaria utopía de un Estado policial socialista, hipócrita, demagogo y con múltiples niveles de opresión. A la no tan temprana edad de 50 años conseguí salir de Rumania y tener, con retraso, la oportunidad de comparar lo que un ser humano puede hacer a otro en una sociedad cerrada y totalitaria con lo que está dispuesto a hacer en una sociedad libre, competitiva, dominada por el dinero y los intereses.
La historia de la tiranía es tan vieja como la propia historia de la humanidad, y sus desastrosas consecuencias nunca han logrado evitar que su dinámica reaparezca en lugares nuevos y viejos, en nuevas épocas nuevas y bajo nuevas formas de pesadillas.
Unos años después de llegar al mundo occidental publiqué un ensayo en el que citaba El poeta, de Eugenio Montale. “Poco hilo me queda, pero espero hallar el modo / de dedicarle al próximo tirano / mis pobres cármenes”, decía yo, con amargura, repitiendo las palabras del gran poeta italiano. “No me dirá que me corte las venas / como Nerón a Lucano. Querrá una loa espontánea / que brote de un corazón agradecido / y la tendrá en abundancia”.
Yo sabía muy bien lo espontáneos que eran los elogios expresados en grandes celebraciones festivas por las masas cautivas después de permanecer horas haciendo cola para obtener pan o una botella de leche, o incluso papel higiénico; sabía lo agradecidos que debían estar los artistas y escritores a los censores que cercenaban su obra, lo militarizados y letales que eran todos aquellos campos de trabajo y prisiones, cómo la sospecha y la vigilancia dominaban la vida cotidiana en nuestra pobre patria desolada.
En mi ensayo escribí: “En un periodo de creciente deterioro y degradación de la vida diaria, el soberbio sarcasmo de los versos de Montale me ayudó en ocasiones a soportar la ubicuidad del dictador. Me sabía el poema de memoria, y me lo repetía con un empeño sádico, midiendo con cuidado el veneno que el poeta había destilado de manera tan magistral”.
Poco antes de irme del país participé en un coloquio literario en Belgrado, una capital de Europa del Este más bien modesta, pero que me pareció una gran metrópolis sólo porque las calles estaban iluminadas, los restaurantes estaban llenos y las librerías, asombrosamente, tenían libros traducidos de todo el mundo. Qué contraste tan devastador con la degradación humillante y miserable de la antigua “pequeña París”, nombre que recibía Bucarest durante el largo y frívolo periodo anterior a la II Guerra Mundial.
Aun así, en el debate no faltaron momentos divertidos: el capitán de nuestra delegación recordó su deber patriótico y ofreció al público un elogio patético de nuestro querido presidente, “el genio de los Cárpatos”, que acababa de tener la gran e innovadora idea de proclamar solemnemente prohibida la censura (“en nuestro feliz país socialista, todo el mundo sabe ya lo que se permite y lo que no”) para sustituirla al instante por miles de supervisores aficionados, fundamentalmente miembros de la clase obrera e instructores del partido. Los asistentes de otros países reaccionaron haciendo una pregunta de sentido común: “Entonces, ¿ahora pueden publicar libros religiosos o de sexo?”. La respuesta de nuestro jefe fue inmediata: “Por supuesto que podemos, pero esos libros no interesan a nadie…”. Aunque la dictadura rumana era muy distinta de la iraní, años después se oyó esa misma respuesta en la Universidad de Columbia, en Nueva York, en labios del primer ministro de Irán. Cuando un estudiante le preguntó qué hacían las autoridades de su país con los gais y lesbianas, él contestó sin vacilar: “¡En nuestro país no existen esos casos!”.
En 1989, cuando cayó el sistema comunista en Europa, muchos soñadores afirmaron que iniciábamos un periodo sin historia, sin ideología. Pronto se demostró que aquellas ilusiones estaban llenas de ingenuidad: mientras haya vida en la Tierra, los seres humanos tendrán ideas e ideales y, por tanto, ideologías, y la historia seguirá tejiendo su relato lleno de inventiva.
De modo que hoy contamos no sólo con el despotismo religioso islámico, sino también con la nueva arrogancia política de Rusia, la Corea del Norte oficial que juega con fuego, la oligarquía religiosa suprema de Irán, las frecuentes matanzas de inocentes en África, la inmensa migración de los pobres y oprimidos hacia Europa y el aumento continuo de la producción de las armas más sofisticadas de destrucción masiva.
En las antiguas dictaduras siguen existiendo, desde luego, personas que afirman echar de menos “el orden, la disciplina, la falta de delincuencia, la gratuidad de la medicina y la educación para todos, el comportamiento moral y decente de los jóvenes” de los monstruosos tiempos pasados en los que todo era duplicidad y sumisión. No parece que les molestaran demasiado las majaderías oficiales de entonces, las presiones autoritarias constantes, la pobreza, el aislamiento y el miedo.
Hace mucho que sabemos que la democracia es un sistema imperfecto, pero factible, de colaboración entre las personas y el Gobierno que han escogido, que siempre es “más complicado que la tiranía”, como decía Thomas Mann. Pero la engañosa simplicidad de las dictaduras no puede ocultar eternamente sus abyectas mentiras, su turbio espectáculo político.
¿Qué se puede hacer hoy, aparte de las bienintencionadas e ineficaces conferencias internacionales que repiten los eslóganes del humanismo, la paz y el desarme, la protección del medio ambiente y la ayuda a los pobres, en una época en la que los conflictos y los enfrentamientos, incluso militares, están aumentando en todos lados? ¿Sería tal vez el momento apropiado para convocar, como alternativa, una gran reunión de grandes tiranos, retirados y en activo, muertos y vivos, de todos los rincones de nuestro atribulado mundo, y emitir un programa de televisión inolvidable que podría desarrollar nuestro sentido del humor y permitirnos tomar horripilante conciencia del futuro?
El Foro Internacional del Pueblo —así debería llamarse—, sin duda, estaría presidido por grandes retratos de Lenin y Stalin, Hitler y Mussolini, Kim Il-sung, Nasser y Gadafi, la junta de los despóticos coroneles griegos y el trío de generales argentinos que gobernaron con crueldad sus países; también estarían el ágil bailarín Bokassa y el disciplinado y analfabeto Ceausescu, junto a otros héroes de las interminables comedias sangrientas que nos recuerdan el desfile histórico de abusos y glorificaciones, crímenes y sagrados panegíricos en honor de los encantadores y valientes asesinos y de los uniformes dorados lucidos por los alegres fantasmas de las matanzas.
Sin embargo, las imágenes simplificadas y santificadas de los dioses antiguos y futuros ocultan enigmas interesantes: un amigo me habló hace unos años de la biblioteca privada de Stalin, comprada por una universidad estadounidense después de 1989, en la que se descubrió, con asombro, cuántas obras maestras de la literatura había leído y comentado con inteligencia el gran líder, en agudo contraste con sus discursos ante el partido, banales y convencionales; un alumno mío me dio para que los leyera unos fragmentos de una conversación entre Lenin y un escritor y periodista italiano en la que el gran orador de la revolución rusa confesaba la repugnancia y la desconfianza que le inspiraba el hombre ruso corriente, borracho y cobarde, astuto y déspota por naturaleza. Y Mao, todavía ensalzado y sagrado, no fue sólo el amado asesino de su pueblo, sino también un poeta bastante bueno.
¿Debemos recordar que Hitler no sólo quemaba libros y destruía el arte decadente, sino que también fue el líder enloquecido que asesinó a millones de seres humanos, muchos de ellos alemanes; que Stalin no sólo mató a Babel y numerosos intelectuales y artistas, sino también a muchos comunistas y personas normales; que la Revolución Cultural china fue, en realidad, una gran matanza; que Franco mató a Lorca, y no sólo a sus enemigos republicanos; que el dictador chileno Pinochet, además de prohibir a Mayakovski y Neruda, por ser comunistas, prohibió a Tolstói y Dostoievski por ser soviéticos?
¿O es mejor olvidarse de todos ellos y regalar a todo el mundo entradas para que vayan a ver El gran dictador, de Charlie Chaplin? Charlie y Adolf nacieron con unas noches de diferencia, ambos en abril de 1889, y la nueva edición de Mein Kampf ha aparecido en el mismo año en el que los suizos han inaugurado un Museo Chaplin. Por consiguiente, ¡sí, entradas gratis, que todo el mundo vaya a ver El gran dictador! ¿Servirá esa iniciativa para dejar atrás el pasado y prevenir los peligros del futuro? Lo dudo.
Norman Manea, El carnaval de los tiranos, El País 08/05/2016
Norman Manea es autor, entre otras obras, de La guarida y la compilación de ensayos Leche negra.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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