En 1976, unos meses después de la muerte de Franco, me encontraba terminando la carrera de Filosofía, y en una de las asignaturas tenía que leer y comentar
La Fenomenología del Espíritu de
Hegel. Estaba más que harta del libro. En particular de la minuciosidad y precisión con la que Hegel analiza el personaje clásico de Antígona.
Como es sabido, los dos hermanos de Antígona han muerto en la guerra civil que asola Tebas, pero cada uno pertenecía a un bando diferente. Creonte, su tío, gana la guerra y pretende ensalzar como héroe a uno de los dos y, en cambio, dejar sin sepultura al otro, por ser enemigo (una historia que conocemos en España: el Valle de los Caídos y las cunetas sin nombre). Antígona, en nombre de una ley superior a la de la ciudad, anterior a cualquier constitución política, desobedece a Creonte y hace todo lo posible por enterrar con dignidad al hermano vencido.
Hegel concluye que las mujeres encarnan un principio divino, más acá de la cultura, por el que acceden a una especie de universalidad inmediata, natural: el valor fundamental de la familia antes de la
polis. Por eso son “la eterna ironía de la sociedad”. Por el contrario los varones representan un tipo de universalidad mediata, a través de su inserción como ciudadanos en una sociedad regida por leyes. Esta diferencia entre hombres y mujeres que
Hegel establece parece que no resta mérito al papel de las mujeres. Y sin embargo, me fastidiaba, y mucho.
Cansada de revolverme en la silla mientras estudiaba, decidí airearme y me dirigí a la librería
Viridiana de Valencia. Y allí, repasando los lomos de los libros que se encontraban en los estantes dedicados a la filosofía, de repente lo vi. Fue una iluminación: el libro se titulaba
Escupamos sobre Hegel, su autora -desconocida para mí-,
Carla Lonzi.
Era justamente eso lo que yo deseaba hacer, escupir sobre
Hegel. No rebatirlo, ni discutirlo sino desmentirlo en la acción, en la práctica. Escupir es un acto, no un discurso, lo que sale de la boca no son palabras sino desprecio, altanería, descaro, valentía. Todo eso es lo que me animaba a hacer aquel insólito título, a despreciar una cultura en la que las mujeres aparecen constantemente inferiorizadas, a pelear con valentía en contra del papel secundario que la historia nos había asignado, a levantar la cabeza con orgullo ante tantas ofensas.
Carla Lonzi afirma en su libro que no hay que dejarse confundir por la aparente importancia que
Hegel parece atribuirles a las mujeres, porque ningún varón desearía volver a nacer, si tuviera que hacerlo como mujer, aunque eso significara encarnar un principio divino. Y plantea su forma de pasar a la acción, su modo particular de escupir sobre
Hegel: ¡destruyamos la familia!
Lonzi escribió este manifiesto en los años sesenta y, en efecto, está hablando, entre otras cosas, de la alternativa hippy a la familia. Yo lo leí en 1976 y opté por otra salida, por ambicionar una ciudadanía plena para las mujeres. Aunque podía entender la afirmación de Lonzi acerca de que el divorcio no destruye la familia sino que la apuntala, no por eso dejaba yo de celebrar que en España finalmente fuera posible una ley del divorcio.
He vuelto a leer con atención este texto, 40 años después, en uno de los seminarios que organiza Alessandra Bocchetti en el centro cultural Virginia Woolf de la Casa Internazionale delle Donne de Roma. Y la relectura me ha hecho entender que aparte de las dos maneras descritas de escupir sobre
Hegel -destruir la familia o convertirnos en ciudadanas- en todo este tiempo ha sucedido algo más, algo ciertamente irónico (no sé si como demostración de que somos esa eterna ironía de la sociedad o qué): algunas feministas han hecho otra cosa, a saber, no escupir, sino ensalzar a Antígona y tomarla como modelo.
Antigona como modelo ha funcionado siempre que hay de por medio una guerra. Así lo hizo
Simone Weil en tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Se entiende que es uno de esos momentos en los que hay que oponer a la locura de la violencia un humanismo superior que busca la resolución de conflictos superando el lenguaje de confrontación bélica mediante el acercamiento entre las partes. Pero no estoy de acuerdo en usar a Antígona como paradigma de una virtud intrínseca de las mujeres tal y como algunas feministas han hecho.
Lonzi distingue entre igualdad jurídica e igualdad existencial y afirma que si bien es justo luchar por una igualdad jurídica, ella no desea para las mujeres una igualdad existencial que cancele la historia y la experiencia de las mujeres. Esta es una de las tesis en las que se apoyó el potente movimiento feminista italiano de la diferencia sexual. Ahora bien, la distinción entre igualdad jurídica e igualdad existencial hizo que gran parte de ese movimiento desdeñara la igualdad en cualquiera de sus significados, lo que a mis ojos explica que los resultados en la sociedad italiana hayan sido más escasos de lo que la inteligencia y la fuerza de esas feministas hacía suponer.
Me parece que se puede formular una tercera manera de escupir sobre
Hegel: hacer surgir una Antígona política. Superar la Antígona apolítica y al mismo tiempo impedir que se disuelvan las ciudadanas en una neutralidad asexuada. Ciertamente pienso que en la historia de la emancipación de las mujeres hay un antes y un después. En esto me declaro partidaria de los valores de la Ilustración: hace falta una igualdad jurídica primero, lo que me lleva a afirmar que en los países en los que esta no existe, difícilmente se puede entender que exista la libertad de las mujeres. Pero al mismo tiempo creo que las mujeres son portadoras, por su propia historia, de un humanismo diferente del que siempre se ha formulado con tintes masculinos.
No hay que dejar la política sólo en manos de los hombres, no hay que retirarse a un mundo moral superior, más inocente y más virtuoso. Tampoco hay que uniformarse con los hombres que hacen política. El libro de
Carla Lonzi nos hizo una llamada a la acción, y creo que la acción que hoy nos interesa es la de gobernar en pie de igualdad con los hombres, para modificar desde nuestra diferencia existencial, mejorándola, la ciudadanía de todos, hombres y mujeres.
Maite Larrauri,
Antígona política, fronteraD 18/06/2016