La pregunta acerca del papel que le corresponde a la violencia en las relaciones interestatales de los pueblos o acerca de cómo podría excluirse su uso en dichas relaciones está actualmente, desde la invención de las armas atómicas, en el primer plano de toda política. Pero el fenómeno de la progresiva preponderancia de la violencia a expensas de todos los demás factores políticos es más antiguo; ya en la Primera Guerra Mundial apareció en las grandes batallas mecanizadas del frente occidental. En este sentido, es remarcable que esta violencia, en su nuevo y desastroso papel de una violencia que se despliega automáticamente y aumenta sin cesar, resultara tan absolutamente imprevista y sorprendente a todos los implicados, tanto a los respectivos pueblos como a los estadistas como a la opinión pública. De hecho, el incremento de la violencia en el espacio público-estatal se realizó a espaldas de los que actuaban (en un siglo que se contaba entre los más dispuestos a la paz y menos violentos de la historia). La Era Moderna, que consideró con una mayor decisión que nunca anteriormente la política sólo un medio para el mantenimiento y el fomento de la vida de la sociedad, y que consiguientemente limitó las competencias de lo político a lo más necesario, pudo creer, no sin fundamento, que acabaría con el problema de la violencia mucho mejor que todos los siglos precedentes. Lo que ha conseguido ha sido excluir la violencia y el dominio directo del hombre sobre el hombre de la esfera, siempre en constante ampliación, de la vida social. La emancipación de la clase obrera y de las mujeres, es decir, de las dos categorías de personas sometidas a la violencia en toda la historia premoderna, señala con la mayor claridad el punto álgido de esta evolución.
(El sentit de la política, 150-184) Hannah Arendt, Introducción a la política, en La promesa de la política, Paidós, Barna 2008