Amir Aczel |
Durante su infancia, Amir Aczel pasó largas temporadas viajando por el Mediterráneo en el crucero del que su padre era capitán. Quedó fascinado por los números actuales cuando los vio girando en las ruletas del casino de Montecarlo. Gracias a esos viajes también conoció de primera mano los numerales griegos y romanos, basados en letras y en los que no existe el cero.
Este número es “el mayor logro intelectual de la mente humana”, argumenta Aczel en su libro En busca del cero: la odisea de un matemático para revelar el origen de los números (Biblioteca Buridán), que se acaba de publicar en español. Por un lado hace posible la aritmética compleja, el manejo de números muy grandes basados en una sencilla estructura cíclica donde el cero funciona como un marcador de posición. No es casualidad, escribe, que los humanos tengamos diez dedos y usemos un sistema de numeración decimal para contar. “Dado que también tenemos diez dedos en los pies, las sociedades primitivas también los utilizaron para contar más allá de 10”, escribe Aczel. Aún quedan vestigios de ello, como la forma en que cuentan los franceses (80 se pronuncia quatre-vingt, cuatro veces veinte). El libro de Aczel, resultado de una investigación de años, es la búsqueda de respuesta a una pregunta aparentemente sencilla: ¿quién inventó el cero?
Hasta hace menos de un siglo se supuso que el cero era un invento europeo o árabe. Aczel piensa que eso se debe en parte a cierto egocentrismo de los occidentales y su desprecio a los expertos que aseguran que en Asia se manejaban conceptos fundamentales de las matemáticas como el cero o el infinito siglos antes que en Europa. De hecho el cero más antiguo conocido es el de Gwalior, en India. Allí, un relieve en el templo de Chatur-Buja deja claro que el recinto tiene “270 hastas (una medida de longitud)”. Todo apunta a que el cero es un invento indio. Pero el edificio data del siglo IX. Como en aquella época hubo un amplio contacto comercial entre el mundo árabe, el europeo y el asiático, la escritura no es lo suficientemente antigua como para demostrar que la cifra se inventó en la India y no en Europa, decían los expertos occidentales. En parte se alimentaban de un sentimiento “anti-oriental” que abundaba la comunidad académica británica en los tiempos de la dominación colonial de la India.
La historia cambió para siempre en 1931, cuando George Coedès, un arqueólogo francés experto en el idioma jemer de Camboya, publicó la traducción de una inscripción en piedra catalogada con el número K-127. La habían encontrado cuatro décadas antes en un templo en el Sambor del río Mekong. La inscripción estaba casi intacta y fechada con la frase: “la era çaka ha llegado al año 605 el quinto día de la luna menguante”. Coedès fue consciente enseguida de que había encontrado algo histórico, pues la fecha correspondía al año 678 de nuestra era. Era el cero más antiguo conocido y la prueba de que esa cifra se había inventado en Asia, escribe Aczel.
Desgraciadamente, ese país fue, décadas después, víctima de los jemeres rojos de Pol Pot, una de las peores dictaduras comunistas de la historia que acabó con una cuarta parte de la población del país. Los jemeres también destruyeron más de 10.000 objetos arqueológicos. Tras su llegada al poder, la piedra K-127 y su valioso contenido quedaron perdidos.
El relieve del siglo VII con la cifra 605 en idioma jemer destacada |
Aczel dedicó varios años a la búsqueda de esa inscripción. También exploró la idea del cero y llegó a la conclusión de que surge de la mezcla de matemáticas, religión y sexo, tres conceptos que en Oriente han convivido durante siglos. El cero puede tener su origen en la nada que buscan los budistas, el Nirvana. Y en los antiguos templos hindúes las matemáticas están presentes en forma de cuadrados perfectos tallados en la piedra que conviven con cientos de esculturas de hombres y mujeres teniendo sexo en todas las posturas imaginables.
Aczel no es el único que mantiene estas conexiones. En su libro también recoge la visión de su amigo Jacob Meskin, doctorado en la Universidad de Princeton (EE UU), y que conecta con otro valor clave del cero: servir de frontera entre los números negativos y los positivos. “Sin vacío no podría haber movimiento; sin el cero no habría números. ¿Nos atrevemos a aventurar la conjetura (a estas alturas obvia) de que el cero es (en cierto modo) el principio del útero, la vagina, y que los números, es decir, las cantidades numéricas, por oposición al cero, son el principio del falo? ¿Acaso la enumeración, la medición, incluso el tic-tac de un contador Geiger o de un dispositivo digital, no son un eco del coito, en el que los números se mueven de un lado a otro en un campo abierto a su ir y venir solo gracias a la bendición de una vacuidad receptiva y envolvente dispuesta a recibirlos?”.
En 2013, tras años de viajes a Tailandia, Laos, Camboya y otros países, después de entrevistarse con traficantes de arte, exploradores, políticos y víctimas de la dictadura de los jemeres, Aczel encontró la inscripción perdida. Estaba en un cochambroso almacén del gobierno camboyano cercano a Angkor Wat, el templo más grande del mundo. La piedra con el grabado era una entre cientos de piezas descatalogadas, almacenadas junto a montones de brazos, piernas y cabezas de estatuas centenarias que los jemeres habían amputado. Cuatro décadas después, Aczel la sacó del olvido. Este resto arqueológico era la prueba, junto a otra similar pero algo posterior encontrada en Indonesia, de que el cero se originó en Oriente, escribe.
Como un Indiana Jones de los números, describe vivamente el momento en el que reencontró la valiosa pieza. “Examiné la parte frontal de aquella losa de piedra de color rojo, y allí estaba; reconocí los numerales jemer: 605. El cero era un punto, el primer cero conocido ¿Era realmente aquel? Lo leí de nuevo. La inscripción era notablemente clara. Me quedé contemplándola, eufórico. Quería tocarla pero no me atrevía. Era una pieza sólida de piedra tallada que había resistido los estragos de trece siglos y seguía siendo tan legible y clara, y con una superficie tan brillante como siempre. Pero a mí me parecía frágil y delicada; tenía la sensación de que era tan valiosa que casi contenía el aliento al respirar para no estropearla. Pensé que tal vez era una especie de espejismo y que si lo tocaba se desvanecería. ¡Había trabajado tanto para encontrarla! Este es el Santo Grial de las matemáticas, me dije. Y lo he encontrado yo”.
Aczel consiguió que el Gobierno camboyano se comprometiera a llevar el objeto al Museo Nacional del país, en Nom Pen, donde sería exhibido con una detallada descripción de su valor escrita por él mismo.
El 26 de noviembre de 2015, a los 65 años, meses después de publicar este libro, y tras haber dedicado buena parte de su carrera a la arqueología de las matemáticas y la divulgación (su libro más famoso es El último teorema de Fermat), Aczel murió de cáncer.
Nuño Domínguez, El matemático que pasó su vida buscando el 0, El País 12/09/2016