Decía Eliot que el ser humano no soporta demasiada realidad, pero en mi opinión llevamos peor que haya demasiada incertidumbre alrededor. La crisis de los “grandes relatos” nos dificulta comprender lo que pasa insertándolo en un esquema general que le confiera sentido, y ha provocado el sentimiento de una pérdida de control sobre el mundo. Si es cierto que nuestra época se caracteriza por las incertidumbres y los miedos, no tiene nada de extraño que el lugar de las construcciones ideológicas esté hoy en parte ocupado por pequeñas historias de conspiraciones que se multiplican para explicar lo que de otro modo no comprenderíamos. Buena parte de su éxito se explica también por el aumento de situaciones que generan ansiedad, como el terrorismo internacional, las catástrofes ecológicas, la disolución del vínculo social, la inseguridad creciente del mercado de trabajo o la pérdida de confianza en las autoridades y los “expertos”. Por muy delirantes que puedan resultar algunas de estas explicaciones, sirven para dar sentido a las cosas tan disparatadas y desconcertantes que suceden en un mundo caótico e inestable, en el que todo parece posible, incluso lo peor. De este modo se satisface nuestra necesidad de estructuras y modelos de inteligibilidad, que incluye también alguna indicación para saber quiénes son los buenos y los malos de esta historia.
Tal vez eso explique el crédito del que gozan las historias que explican demasiado, como las conspiraciones urdidas por un sujeto omnisciente. De ahí también la obsesión por la transparencia en una cultura que, como la nuestra, gira en torno a lo visual. Si todo lo que pasa obedece a relaciones que no vemos es porque algo se nos está ocultando deliberadamente. El deseo de que nos muestren lo que esconden tiene dos presupuestos: que nuestro principal problema obedece a esa falta de visibilidad; y que deberíamos estar en condiciones de ver y vigilarlo todo.
En la actual campaña presidencial estadounidense, por ejemplo, han irrumpido este tipo de recursos, como recordaba Marc Bassets en estas mismas páginas. Entre muchos de los
complots imaginarios que se han llegado a denunciar destaca la acusación de Trump a Obama por haber fundado el ISIS, pero tampoco faltan explicaciones rocambolescas en el campo demócrata cuando
consideran a Trump un infiltrado de Putin. El conspiracionismo tiene una larga tradición en Estados Unidos, como explicó en los años sesenta
Richard Hofstadter en su estudio sobre el estilo paranoide de la política americana. Se trata, por cierto, de un recurso que comparten la izquierda y la derecha, como la crítica al
establishment que tan buenos réditos da a unos y a otros. De diferentes maneras, ambos oponen un pueblo sano y armónico a un enemigo exterior, ya se trate de los inmigrantes, el Islam, las élites o los otros en general. Para quien razona en términos conspirativos, la sociedad se encuentra en un estado de inocencia y sin conflictos; el desorden solo se explicaría por la intromisión de fuerzas externas encarnadas por los conspiradores, que unos llaman extranjeros y otros élites. No es extraño que un
intelectual de la izquierda altermundialista como Chomsky se apunte a la estrategia de denunciar las conspiraciones y reivindique el uso de esa palabra frente a quienes “quieren que no reflexionéis sobre lo que verdaderamente pasa”. La cercanía entre el pensamiento crítico y el pensamiento conspiracionista es inquietante y quien esté interesado en impugnar las innumerables injusticias de nuestra sociedad debería evitar explicarlas con una visión binaria que simplifique todo en un combate demasiado nítido entre los buenos y los malos (y no porque no los haya precisamente). Quien emprende una batalla de denuncia, crítica y compromiso no está eximido de hacerlo con ecuanimidad y rigor intelectual, aunque no pocos denunciarán a su vez ese estilo como falta de radicalidad ante el mal.
Si las teorías de la conspiración encuentran tan buena acogida es porque cumplen una primera función elemental de proporcionar un esquema de explicación fácil, global y, sobre todo, intencional de una realidad política cada vez más compleja. Conectan con el desasosiego y la impotencia de un individuo enfrentado a una realidad política que ni comprende, ni controla; constituyen un alivio, aunque solo sea transitorio, de ese malestar. Las teorías del complot eliminan todo azar de la historia y del funcionamiento de las sociedades reduciendo la complejidad molesta a los encadenamientos simples. Si no hay azar, tiene que haber responsables ocultos de las infelicidades del mundo. Los razonamientos conspiracionistas presuponen que nada sucede por accidente, que todo lo que acontece es el resultado de intenciones escondidas y que todo está conectado de manera oculta.
Quien acepta una explicación de ese tipo recupera ilusoriamente una cierta soberanía sobre la realidad al disponer de un relato que la vuelve inteligible. Esta soberanía es, por supuesto transitoria, ya que nos impide entender aquellas constelaciones políticas en las que lo malo que nos pasa no se debe a una acción intencional, sino a errores o azares, que son más habituales que el expreso deseo de hacer daño. El consumidor de estas explicaciones olvida que, como nos enseñó
Max Weber, “el resultado final de la actividad política raramente responde a la intención primitiva del actor”. Quien no sabe esto, no sabe nada de cómo funciona la política. Pero es que además se da la paradoja de que de este modo se limita aún más el poder de intervenir sobre la realidad porque la denuncia de enemigos demasiado poderosos extiende también el desánimo y nos sitúan en un horizonte de fatalidad. Pensar conspirativamente equivale a mantener al mismo tiempo una visión mágica de la política y alimentar el abatimiento colectivo.
Para esa crítica del mundo contemporáneo que es tan necesaria resultan de poca utilidad los esquemas conspirativos. Mientras nos obsesionamos con las conspiraciones de otros, somos demasiado indulgentes con nuestras propias torpezas. Deberíamos prestar más atención al modo en que el mundo produce sus propias catástrofes, a los riesgos que irracionalmente asumimos, a la falta de previsión en el empleo de ciertos dispositivos tecnológicos, al debilitamiento de la responsabilidad.
Por supuesto que en la historia hay perversión, pero comprenderíamos mejor nuestra condición si reconociéramos que la chapuza es el estado natural del ser humano, que la maldad es más una excepción que la regla, del mismo modo que hay más improvisación que previsión o más errores que engaños. Me atrevería incluso a afirmar que en la maldad hay más chapuza que planificación. ¿Por qué a quienes hacen el mal les debemos reconocer una mayor clarividencia y habilidad que el resto de los mortales?
Daniel Innerarity,
El horizonte conspirativo, El País 01/10/2016