Desde una época muy temprana de mi vida me había advertido de que las decisiones acertadas procedían de una cabeza fría, que las emociones y la razón no se mezclaban, como el aceite y el agua. (…)
Sugiero que determinados aspectos del proceso de la emoción y del sentimiento son indispensables para la racionalidad. En el mejor de los casos, los sentimientos nos encaminan en la dirección adecuada, nos llevan al lugar apropiado en un espacio de toma de decisiones, donde podemos dar un buen uso a los instrumentos de la lógica. Nos enfrentamos a la incerteza cuando hemos de hemos de efectuar un juicio moral, decidir sobre el futuro de una relación personal, elegir algunos mecanismos para evitar quedarnos sin un céntimo cuando seamos viejos o planificar la vida que tenemos por delante. La emoción y el sentimiento, junto con la maquinaria fisiológica oculta tras ellos, nos ayudan en la intimidadora tarea de predecir un futuro incierto y de planificar nuestras acciones en consecuencia.
La razón humana depende de varios sistemas cerebrales, que trabajan al unísono a través de muchos niveles de organización neuronal, y no de un único centro cerebral. Centros cerebrales de “alto nivel” y de “bajo nivel”, desde las cortezas prefrontales al hipotálamo y al tallo cerebral, cooperan en la constitución de la razón.
Los niveles inferiores den el edificio neural de la razón son los mismos que regulan el procesamiento de las emociones y los sentimientos, junto con las funciones necesarias para la supervivencia de un organismo. (…)
El que la razón elevada dependa del cerebro inferior no la convierte en razón baja. El hecho de que actuar según un principio ético requiera la participación de cableado sencillo no devalúa el principio ético. El edificio de la ética no se viene abajo, la moralidad no se ve amenazada, y en un individuo normal la voluntad sigue siendo la voluntad.
Mi investigación de pacientes neurológicos en los que aparece menoscabada la experimentación de sentimientos debido a lesiones cerebrales me ha llevado a pensar que los sentimientos no son tan intangibles como se presumía. Es posible atribuirlos a la mente, y quizá encontrar asimismo su sustrato. (…) Propongo que las redes críticas en las que se basan los sentimientos incluyen no sólo la serie de estructuras cerebrales que se han estudiado tradicionalmente, conocidas como sistema límbico, sino también algunas de las cortezas prefrontales del cerebro y, lo que es más importante, los sectores del cerebro que cartografían e integran señales procedentes del cuerpo.
Los sentimientos son los sensores del encaje o de la falta del mismo entre la naturaleza y la circunstancia. Por naturaleza quiero decir tanto la naturaleza que heredamos como un paquete de adaptaciones diseñadas genéticamente, como la naturaleza que hemos adquirido en el desarrollo individual, mediante interacciones con nuestro ambiente social, cuidadosamente y voluntariamente o no. Los sentimientos, junto con las emociones de las que proceden, no son un lujo. Sirven de guías internas, y nos ayudan a comunicar a los demás señales que también pueden guiarles. (…) Contrariamente a la opinión científica tradicional, los sentimientos son tan cognitivos como otras percepciones. Son el resultado de una disposición fisiológica curiosísima, que ha convertido el cerebro en la audiencia cautiva del cuerpo. (…)
Si no fuera por la posibilidad de sentir los estados del cuerpo, que de manera innata tienen ordenado ser dolorosos o gratos, no habría sufrimiento ni dicha, no existiría deseo ni clemencia, no cabría la tragedia ni la gloria en la condición humana. (…) Los sentimientos forman la base de lo que los seres humanos han descrito durante milenios como el alma o el espíritu humanos. (
Introducción)
Antonio R. Damasio,
El error de Descartes, Crítica, Barna 2001