El poder simbólico como poder de constituir lo dado por la enunciación, de hacer ver y de hacer creer, de confirmar o de transformar la visión del mundo, por lo tanto el mundo; poder casi mágico que permite obtener el equivalente de lo que es obtenido por la fuerza (física o económica), gracias al efecto específico de movilización, no se ejerce sino él es
reconocido, es decir, desconocido como arbitrario. Esto significa que el poder simbólico no reside en los “sistemas simbólicos” bajo la firma de una “
illocutionary force”, sino que se define en y por una relación terminada entre los que ejercen el poder y los que los sufren, es decir, en la estructura misma del campo donde se produce y se reproduce la
creencia. Lo que hace el poder de las palabras y las palabras de orden, poder de mantener el orden o de subvertirlo, es la creencia en la legitimidad de las palabras y de quien las pronuncia, creencia cuya producción no es competencia de las palabras.
El poder simbólico, poder subordinado, es una forma transformada –es decir, irreconocible, transfigurada y legitimada–, de las otras formas de poder: no se puede superar la alternativa de los modelos energéticos que describen las relaciones sociales como relaciones de fuerza y de los modelos cibernéticos que hacen, de ellas, relaciones de comunicación, sino a condición de describir las leyes de transformación que rigen la transmutación de las diferentes especies de capital en capital simbólico, y, en particular, el trabajo de disimulación y de transfiguración (en una palabra, de
eufemización) que asegura una verdadera transubstanciación de las relaciones de fuerza haciendo desconocer-reconocer la violencia que ellas encierran objetivamente, y transformándolas así en poder simbólico, capaz de producir efectos reales sin gasto aparente de energía.
Pierre Bourdieu, "Sobre el poder simbólico", en
Intelectuales, política y poder, Eudeba, Buenos Aires 2000