Tendemos a asumir que nuestra inclinación hacia una u otra idea, argumento o incluso apetencia expresa únicamente motivaciones connaturales y originarias, que legitimamos bajo el paraguas de la privacidad. Interiorizamos, por ejemplo, que el gusto es un asunto personal que se debe respetar, obviando que la arquitectura de razones que lo modelan está trenzada de claves y normas que, además de permitir armonizarnos con la sociedad que nos acoge, regulan nuestra identidad. Una gran parte de nuestras aversiones o simpatías derivan de la cadena de pensamientos y percepciones inculcados por el entorno. De otra forma no se entendería la variabilidad tan dispar y antagónica que muestran las diferentes culturas que cohabitan el planeta en la forma de entender el mundo y sus manifestaciones alimentarias. Que nos satisfaga o fascine un producto u elaboración frente a otros es mucho más que una elección genuina. Encierra también, y sobre todo, preceptos de orden social. Porque nuestra inclinación por unos u otros sabores, texturas o combinaciones tiene mucho de aleccionamiento y hábito compartido, de experiencia ligada a vivencias y afectos con márgenes que se acentúan en nuestro inconsciente. Nuestras preferencias alimentarias comprenden sobre todo las de otros, en un ejercicio que nos hibrida y condiciona nuestras decisiones. Por ello, atendiendo a esto, es conveniente interiorizar también que más allá de la fidelidad a nuestros dogmas hay espacio para una visión más amplia, la comprensión de las causas que los fundamentan e incluso para el retoque o modificación. Así, comprendiendo la raíz de nuestras convicciones, lograremos relacionarnos mejor con la complejidad de un mundo lleno de posibilidades.
Andoni Luis Aduriz, De qué estamos hechos, El País semanal 07/10/2016 [elpaissemanal.elpais.com]