En el último artículo que publiqué en esta sección venía a criticar a los que critican a las prostitutas por vender su cuerpo, aduciendo que es mucho peor vender el alma, algo a lo que se dedican con denuedo casi todos los personajes encumbrados (y admirados) que conozco. Más allá de otros comentarios, algunos lectores me han reprochado que sacara a relucir algo para ellos tan inexistente como el alma.
Para mucha gente de mi entorno, quizás la mayoría, el alma no existe. No es más que una creencia infundada, un artefacto mítico religioso para consolarnos de la muerte y dar de comer a una variada gama de charlatanes. Y no vale replicarle a estos escépticos que quizás el alma no, pero que la mente (que es lo mismo pero con otro nombre) sí que tiene que existir, aun cuando no sea sino un misterioso fantasma en la máquina cerebral – una suerte de software invisible ululando por entre las placas de mi ordenador neurológico – . Nada. Para ellos la mente es el nombre (igualmente mítico) que ostenta el conjunto de cosas que aún no sabemos sobre el cerebro. Todo es química – dicen – , aunque aún no podamos químicamente demostrarlo.
Pero esta tesis acarrea tremendas consecuencias. Hace unos días les planteaba algunas a los alumnos de psicología que, como todos los años, abarrotan las clases. “Chicos – les dije – , tenemos un problema. Si la mente no existe, y todo es química, no tenéis el más mínimo futuro como psicólogos. Más vale que estudiéis neurología, bioinformática, o algo por el estilo”. Y lo mismo cabría decirles a los que tienen hora en la consulta del psicólogo. “Todos los que no estéis locos de remate, levantaos del diván – les diremos –, vuestra cura está en las farmacias o en manos del neurocirujano, no perded más tiempo aquí”.
Esto de la mente y el cerebro (o el alma y el cuerpo, que es otra forma de decirlo) es una de las más típicas y antiguas disputas de la filosofía. ¿Donde ocurren realmente los llamados “fenómenos mentales”, es decir, nuestras sensaciones, emociones, deseos, sueños, imágenes o ideas? Suponga usted que cierra los ojos e imagina un intenso color rojo. ¿Dónde ocurre ese color rojo que imagina? No ocurre delante de sus narices, pues lo está imaginando. Pero tampoco ocurre detrás de sus narices, pues su cerebro, lo miren por donde lo miren, permanece perfectamente gris ¿Donde está, entonces, el rojo que usted ve? Solo cabe responder con esa enigmática palabra: está en la mente, ese misterioso lugar que no ocupa lugar, y que antes llamábamos, sin complejo alguno, el alma.
Si el rojo que usted ve no está en las neuronas (todas ellas de color gris blancuzco), que vamos a decir de la totalidad de sus sueños, de sus emociones, deseos o pensamientos. Los que no creen en el alma tendrían que explicarnos, también, como es que las ideas (las del químico, por ejemplo), siendo tan químicas como son, carecen de cualquier propiedad química o física – ¿qué extensión posee una idea geométrica? ¿cuánto pesa la teoría de la gravedad? ¿evolucionan y mutan las leyes evolutivas? ¿y lo hacen según esas mismas leyes inalterables? – . Si las matemáticas fueran un producto cerebral, serían los mejores neurólogos los que resolvieran los más temibles teoremas matemáticos. Y si la ciencia química estuviese hecha de química, podríamos hacer chocar teorías, unas con otras, para demostrar cuál es más consistente (aunque, claro, eso de la consistencia no sería menos químico y chocante).
Que el alma (perdón, la mente) existe está fuera de toda duda razonable. El problema es si existe el cerebro. Al fin y al cabo, eso de la química y las neuronas no son más que un conjunto de ideas. ¿Y de qué están hechas las ideas? De la materia de los sueños, como la vida misma, diría Shakespeare. Para los filósofos idealistas la mente lo es todo. Y para los más platónicos hasta eso de la mente es una idea de... ¿Dios?
¿Entienden ahora porque les decía que, puestos a profanarse a si mismos, vale más vender el alma que alquilar el cuerpo? Y si no que se lo digan a los honorables consejeros de Caja Madrid, que tan cara la han vendido. O a los reputados y carísimos abogados que defienden estos días sus extravagantes exculpaciones. ¿Habrase visto prostitución más fina que la de estos consejeros y leguleyos que venden su inmaterial talento al mejor postor? No es el cuerpo lo que compra el diablo – habría que decirles a los que denigran a las honradas y sufridas prostitutas –. Es el alma, estúpido. Casi lo único que sabemos, seguro, seguro, que existe.
Víctor Bermúdez,
Es el alma, estúpido, El Correo de Extremadura 13/10/2016