Henri Lefebvre |
Los espacios y tiempos intermedios son los ámbitos donde discurre la vida cotidiana y se originan los significados, planes de vida y relatos de identidad. Constituyen la escala humana: ni descienden a lo nimio e insignificante, ni, por el contrario, se elevan a las descomunales escalas de lo histórico y social, allí donde se disuelven las capacidades de comprensión y desfallece el poder de las personas. Son territorios en los que la izquierda tradicional, su pensamiento y acción, se mueve con incomodidad, como si le quedasen pequeños para sus proyectos de largo alcance. Demasiado preocupados por la historia y la sociedad, los movimientos que se decían de la emancipación dejaron libre esta esfera a la arquitectura interesada de las ideologías dominantes.
El concepto mismo de ideología, de tan poliédrico uso en la tradición marxista, está manchado indeleblemente por esta despreocupación. Si reparamos, por ejemplo, en el texto de Althusser "Ideología y los aparatos ideológicos del estado", uno de los más recurrentes del pensamiento de izquierdas del pasado siglo, lo encontraremos habitado por expresiones y metáforas maquinísticas: mecanismos, dispositivos o, como reza su título, "aparatos ideológicos del estado". Son locuciones que dejan entrever una profunda convicción determinista acerca de la cultura, que la subordina al poder y genera una concepción absolutamente instrumental de aquélla: primero tomemos el poder, luego transformaremos la cultura cambiando los aparatos. Como si la cultura fuese el decorado de la construcción. Se manifiesta aquí un innegable elitismo: el de quienes se creen situados fuera del encerado donde se escribe la vida y contemplan desde ahí la subordinación de las clases dominadas.
Sostenía Lenin que el proletariado, por sí solo, apenas alcanza a generar poco más que una conciencia sindical que no llegará a ser revolucionaria sin la dirección de una vanguardia política e ideológica. La escuela de Frankfurt, creadora de lo que ahora conocemos por Teoría Crítica, no escapó al peligro que desvela esta concepción, es más, trasladó su elitismo a una convicción de pertenencia a la aristocracia estética heredada de los hijos de la burguesía y ahora patrimonio de grupos de gustos exquisitos y talante crítico. Si contrastamos sus proclamas de superioridad epistémica con el más pedestre y vulgar espectáculo de sus hábitos de conducta diaria, tal vez encontremos que muchos de los miembros de este grupo de elegidos, de la nobleza y crema de la revolución por venir, adoptan costumbres, planes y deseos indistinguibles de los de las denostadas clases subordinadas cuando no claramente de las clases dominantes, como ilustra la vida de la izquierda divina que tan ácidamente retrató Antonioni. En teoría critican las formas de vida alienadas, en la práctica las entienden y cultivan. Esta conciencia extrañada y desgarrada, auto-engañosa y opaca ante sí ha sido uno de los permanentes pecados mortales de la izquierda.
A diferencia de esta multitud de estrategas, el número de pensadoras y pensadores que han mirado a la gente poniéndose a su altura y sintiéndose parte, incluso de los mismos puntos ciegos que denuncian, ha sido escaso y ha sido una minoría quienes se han inquietado por lo que llamo "espacios intermedios", entre lo micro y lo macro, entre lo cotidiano y la historia, entre la vecindad y la sociedad y el estado: Simone Weil, Antonio Gramsci, Henri Lefebvre, Herbert Marcuse, Guy Debord y pocos más (me refiero, por supuesto, al pensamiento clásico de izquierdas, antes de que emergieran los movimientos de transformación de la vida cotidiana como el feminismo y demás movimientos culturales de resistencia). En todos ellos late una profunda ansiedad por conocer las claves que anclan la reproducción de las formaciones sociales capitalistas en las vidas diarias de las clases subalternas. Todos ellos desarrollaron conceptos muy útiles para el examen y la interpretación de los territorios intermedios: la gravedad y la atención de Weil, la noción de bloque histórico de Gramsci (una formación tensa y dinámica donde lo cultural, lo social y lo económico son inseparables), la noción de lo unidimensionalidad de Marcuse, un modo estructurante de la identidad y, sobre todo, las ideas de momento de Henri Lefebvre y de situación de Guy Debord.
De todos estos conceptos, el de momento de Lefebvre me interesa cada vez más por su potencia hermenéutica y por el general desconocimiento de su virtualidad teórica (atendiendo a su poco uso, incluido el mío para mi vergüenza). Henri Lefebvre estaba preocupado por la reproducción de las condiciones sociales capitalistas. En esta reproducción, la fuerza fundamental son las repeticiones que constituyen la vida cotidiana y conducen a insertar a los sujetos en las sociedades. Estas repeticiones tienen mucho que ver con lo que hoy llamaríamos prácticas o habitus, pero la idea de Lefebvre me parece mucho más sinuosa y productiva para capturar la fábrica de la cultura de lo cotidiano. Los momentos, sostiene Lefebvre, son articuladores de sentido como los silencios lo son de la música. En las recurrencias en las que consiste la vida diaria hay repeticiones que no superan lo trivial, como son los esquemas mecánicos que ordenan nuestra vida cotidiana. Pero hay también repeticiones significativas, cargadas de sentido, que son lo que él llama momentos, usando un término hegeliano de la dialéctica (la conciencia del amo y el esclavo, la conciencia escéptica, la conciencia desgarrada, serían momentos de la génesis de la autoconciencia). Son estructuras de acción que incorporan la circunstancia y la sitúan bajo la luz de la agencia. Son, afirma Lefebvre, productores de presencia. Su ejemplo favorito es el momento del amor: el amor define un relato que crea discontinuidad en lo cotidiano, que exige una forma particular de atender al otro y a su circunstancia. Si no reconoces el momento del amor es que no estás en el momento del amor.
Los momentos constituyen la fábrica que define el territorio de lo ordinario y cotidiano como el espacio en el que se forman los relatos de nuestra identidad. El Eclesiastés había descubierto ya estas modalidades de articulación de lo intermedio en tiempos y lugares significativos:
Los momentos tienen contenido, a saber, aquello que dota de significado a las acciones, a los espacios y a los tiempos, a los objetos y a los cuerpos, en general, a lo material de la existencia; y tienen forma, que se expresa en rituales donde la repetición de gestos y palabras produce la presencia y ordena la reproducción del momento. El materialismo de Lefebvre se manifiesta en esta cualificación de los momentos como fábrica de la cultura: no hay contenidos que no sean contenidos materiales y materializados ni formas que no sean formas rituales. De ahí su ruptura con cualquier concepción idealista de la cultura.“Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora. /Tiempo de nacer, y tiempo de morir;/ tiempo de plantar, y tiempo de arrancar lo plantado; /tiempo de matar, y tiempo de curar; /tiempo de destruir, y tiempo de edificar; /tiempo de llorar, y tiempo de reír; /tiempo de endechar, y tiempo de bailar; /tiempo de esparcir piedras, y tiempo de juntar piedras; /tiempo de abrazar, y tiempo de abstenerse de abrazar; / tiempo de buscar, y tiempo de perder; /tiempo de guardar, y tiempo de desechar; /tiempo de romper, y tiempo de coser; /tiempo de callar, y tiempo de hablar; /tiempo de amar, y tiempo de aborrecer; /tiempo de guerra, y tiempo de paz."
La incomprensión de los momentos ha sido una característica de la visión instrumental de la cultura que ha predominado en la izquierda. Su ceguera a los imaginarios, a los miedos y a las esperanzas que están incorporadas en los momentos ha llevado a una despreocupación generalizada por los rituales y modos de articulación de la vida cotidiana, desde los ritos de paso al juego, a la fiesta y a los placeres, desde la desatención al sufrimiento por la falta de vivienda o la pérdida de trabajo hasta la despreocupación por los modos de vestir o comer. En el lado contrario, las religiones, la publicidad y los medios de masas de las clases dominantes han captado con eficacia la importancia y el poder de los momentos. Han dejado la historia para la izquierda para situar sus tiendas en los espacios intermedios. Como diagnostica con perspicacia Alberto Santamaría, aunque la izquierda siempre ha considerado que a la derecha no le interesa la cultura, lo cierto es lo contrario. La derecha está constituida por activistas de la cultura que modelan los espacios intermedios. Es la izquierda la que se ha encerrado en el castillo de la Teoría.
Señalaba una persona en su muro de Facebook lo sorprendente que resultaba que el candidato Donald Trump hubiese estado por delante de Hillary Clinton en las encuestas mientras decía que iba a expulsar a un millón de mejicanos (les llamaba violadores), que no iba a permitir la entrada de musulmanes, que había que usar la tortura contra los enemigos no por táctica sino como estrategia, porque "se lo merecen", que había que matar a las familias de los terroristas, que los soldados que se dejen capturar no pueden ser considerados héroes, y otras lindezas de este jaez, y que, sin embargo, pudiese poner en peligro su candidatura por haber empleado en privado expresiones soeces y machistas. Puede que resulte sorprendente a primera vista, pero no lo es cuando se adopta una mirada larga y se pregunta uno por los recurrentes procesos de epidemias de fascismo que sufren nuestras sociedades desde el siglo XIX hasta ahora. Desde mi punto de vista, lo sorprendente es que estas reacciones resulten sorprendentes.
Podemos comprobar que el fascismo es una posibilidad permanente que se activa cuando se abren las costuras de una sociedad, se fracturan las conciencias, y el poder legitimador de las clases dominantes se debilita por su incapacidad para asegurar el futuro de la gente, por lo que el recurso a víctimas propiciatorias (judíos, moros, emigrantes, rojos,...) comienza a ser una estrategia eficiente en la canalización de los miedos y ansiedades de quienes han gozado de cierta estabilidad y ahora se sienten en peligro. A veces, ciertas capas del campesinado; otras, las clases medias proletarizadas; más recientemente, el proletariado de la era industrial y el estado burocrático, que hasta disfrutaba de empleos estables y ahora se encuentra al pairo de los albures del capitalismo globalizador. Que el fascismo termine triunfando y generando sociedades autoritarias es ya una cuestión de cómo se desarrollen las circunstancias y las relaciones de poder y fuerza entre quienes apoyan y rechazan esta deriva histórica. El fascismo nace en los espacios intermedios de la vida cotidiana porque es capaz de re-significar y articular los sentidos que constituyen los momentos significativos de grandes capas de la población. Tal vez el elitismo de Hillary Clinton y su ceguera a las profundas ansiedades de las clases depauperadas no sea ajeno a que se produzcan fenómenos como el de la atención al fantoche de Trump. Tal vez la izquierda haya colaborado con su miopía al crecimiento de esta planta maligna en los terrenos intermedios. Pues el territorio en disputa es la vida cotidiana, no la historia.
Fernando Broncano, Momentos, lugares, territorios intermedios, El laberinto de la identidad 16/10/2016