Cuando se está de acuerdo en los fines, los únicos problemas que quedan son los de los medios, y éstos no son políticos, sino técnicos; es decir, capaces de ser resueltos por los expertos o por las máquinas, al igual que las discusiones que se producen entre los ingenieros o los médicos. Es por esto por lo que aquellos que ponen su fe en algún inmenso fenómeno que transformará el mundo, como el triunfo final de la razón o la revolución proletaria, tienen que creer que todos los problemas morales y políticos pueden ser transformados en problemas tecnológicos. Este es el significado que tiene la famosa frase de
Saint-Simon sobre «la sustitución del gobierno de personas por la administración de cosas», y las profecías marxistas sobre la supresión del Estado y el comienzo de la verdadera historia de la humanidad. Esta concepción es llamada utópica por aquellos que consideran que especular sobre esta condición de perfecta armonía social es un juego de ociosa fantasía. Sin embargo, quizá se pudiera perdonar a algún marciano que viniera a ver hoy día cualquier universidad británica —o americana— y defendiese la impresión de que sus profesores y alumnos vivían en una realidad muy parecida a esa situación inocente e idílica, a pesar de toda la seria atención que los filósofos profesionales prestan a los problemas fundamentales de la política.
Sin embargo, esto es sorprendente y peligroso. Sorprendente, porque quizá no haya habido ninguna época de la historia moderna en que tantos seres humanos, tanto en Oriente como en Occidente, hayan tenido sus ideas y, por supuesto, sus vidas tan profundamente alteradas, y en algunos casos violentamente trastornadas, por doctrinas sociales y políticas sostenidas con tanto fanatismo. Peligroso, porque cuando las ideas son descuidadas por los que debieran preocuparse de ellas -es decir, por lo que han sido educados para pensar críticamente sobre ideas-, éstas adquieren a veces un carácter incontrolado y un poder irresistible sobre multitudes de seres humanos que pueden hacerse demasiado violentos para ser afectados por la crítica de la razón. Hace más de cien años el poeta alemán
Heine advirtió a los franceses que no subestimaran el poder de las ideas; los conceptos filosóficos criados en la quietud del cuarto de estudio de un profesor podían destruir una civilización. El hablaba de la
Crítica de la razón pura, de
Kant, como la espada con que había sido decapitado el deísmo europeo; describía a las obras de
Rousseau como el arma ensangrentada que, en manos de Robespierre, había destruido el antiguo régimen, y profetizaba que la fe romántica de
Fichte y de
Schelling se volvería un día contra la cultura liberal de Occidente. Los hechos no han desmentido por completo esta predicción; pero si los profesores pueden ejercer verdaderamente este poder fatal, ¿no es posible que sólo otros profesores, o por lo menos otros pensadores (y no los gobiernos o los comités de congresos), sean los únicos que puedan desarmarles?
Es extraño que nuestros filósofos no parezcan estar enterados de estos efectos devastadores de sus actividades. Puede ser que, intoxicados por sus magníficos logros en ámbitos más abstractos, los mejores de ellos miren con desdén a un campo en el que es menos probable que se hagan descubrimientos radicales y sea recompensado el talento empleado en hacer minuciosos análisis. Sin embargo, a pesar de todos los esfuerzos que, llevados por una ciega pedantería escolástica, se han hecho para separarlas, la política ha seguido estando entremezclada con todas las demás formas de la investigación filosófica. Descuidar el campo del pensamiento político porque su objeto inestable, de aristas confusas, no puede ser atrapado por los conceptos fijos, los modelos abstractos y los finos instrumentos que son apropiados para la lógica o el análisis lingüístico —pedir una unidad de método en Filosofía y rechazar todo lo que el método no pueda; manejar con éxito— no es más que permitirse el quedar a merced de creencias políticas primitivas que no han tenido ninguna crítica. Un materialismo histórico muy vulgar es el que niega el poder de las ideas y dice que los ideales no son más que intereses materiales disfrazados. Puede ser que las ideas políticas sean algo muerto si no cuentan con la presión de las fuerzas sociales, pero lo que es cierto es que estas fuerzas son ciegas y carecen de dirección si no se revisten de ideas. (...)
Las palabras, las ideas y los actos políticos no son inteligibles sino en el contexto de las cuestiones que dividen a los hombres, a los que pertenecen dichas palabras, ideas y actos. Por consiguiente, es muy probable que nuestras propias actitudes y actividades queden oscuras para nosotros, a no ser que entendamos las cuestiones dominantes de nuestro propio mundo. La mayor de éstas es la guerra declarada que se está llevando a cabo entre dos sistemas de ideas que dan respuestas diferentes y antagónicas a lo que ha sido desde hace mucho tiempo el problema central de la política: el problema de la obediencia y de la coacción. «¿Por qué debo yo (o cualquiera) obedecer a otra persona?» «¿Por qué no vivir como quiera?» «¿Tengo que obedecer?» «Si no obedezco, ¿puedo ser coaccionado? ¿Por quién, hasta qué punto, en nombre de qué y con motivo de qué?»
Hoy día se sostienen en el mundo ideas opuestas acerca de las respuestas que se dan a la pregunta de cuáles sean los límites que pueden permitirse a la coacción, pretendiendo contar cada una de estas respuestas con la lealtad de un gran número de hombres. Por tanto, me parece que merece la pena examinar todos los aspectos de esta cuestión.
Isaiah Berlin,
Dos conceptos de libertadEsta conferencia fue dada como «Inaugural lecture» en la Universidad de Oxford el 31 de octubre de 1958, y publicada ese mismo año por la Clarendon Press.