Haciendo comparaciones y buscando similitudes con la victoria de Donald Trump, quizás su éxito reside en que la mitad de Estados Unidos siente que está acechada por enemigos, principalmente musulmanes y latinos. E importa poco si es verdad o no, el caso es que así lo se sienten o se lo han hecho creer.
Existe un antecedente similar que viví en primera persona en la primera campaña presidencial en 1992 de un personaje llamado Ross Perot, un multimillonario ultraconservador cuya propuesta más famosa fue la de que el ejercito saliera a las calles para proteger a los ciudadanos de los delincuentes. No era republicano ni demócrata pero consiguió un 19% de los votos totales de los norteamericanos. Un resultado espectacular para un sistema en el que se llevan alternando dos partidos desde su fundación.
Yo estudiaba en Estados Unidos el equivalente al 3º de B.U.P en España. Viví durante meses una familia protestante metodista que vivía en mitad de un bosque perdido en el condado de Banks (Georgia). Yo no encajaba muy bien en aquella sociedad porque no siento admiración por los deportistas, las banderas ni los metodistas. Pero para más narices, ya fumaba con 15 años y eso era como estar aliado con el demonio.
Así que debo admitir que no era muy popular en el Instituto, sino más bien todo lo contrario. El caso es que aquel rechazo provocó que mis amigos fueran latinos y negros pero principalmente hijos de obreros que vivían en casas portátiles o mobile homes. Todos y cada uno de ellos carecían de expectativas e ilusiones sobre su futuro más allá de sobrevivir y emborracharse. Eran familias desestructuradas, algunos incluso con casos de suicidio mediante tiros en la boca para quitarse de enmedio.
En mi pueblo existía aún el Ku-Ku Klan. No iban a caballo ni escondían sus caras con tenebrosos capirotes pero estaban constituidos como asociación o club y hasta tenían un local en la recta del pueblo. Solo los chicos de color del equipo de fútbol gozaban de un ligero respeto, aunque limitado.
El caso es que aquellos chicos marginados que eran despreciados por la escuela, que en las localidades pequeñas Estados Unidos son el epicentro de la vida social y cultural, me confesaron que su voto iría a parar al reaccionario Ross Perot. Yo no sabía bien de quién me hablaban pero sí sentía su frustración y ganas de expresar rechazo.
Ahora entiendo que aquella papeleta simboliza algo similar para los actuales seguidores de Trump: un voto de castigo a los poderes o élites políticas. Una señal de cansancio acompañada de una contradicción que debe anular el inconsciente porque ambos son multimillonarios y poderosos también. Tampoco hablan de inversión en seguridad social ni de relajar las leyes que tienen abarrotadas las cárceles de personas como aquellos que fueron mis amigos en la conservadora Georgia.
Lo que Trump hace muy bien, según mi experiencia, es hacer aflorar las emociones más ancestrales del ser humano: el deseo de pertenencia a una tribu, la cohesión del grupo, la unión frente al enemigo y el miedo a lo desconocido. Gran experto en activar esas zonas del cerebro donde habitan el miedo y el rechazo a lo diferente. Porque para los votantes masivos de Trump, todo lo que no sea made in usa es una amenaza.
Pablo Herreros, El voto a Trump visto por un adolescente con acné, Yo, mono 12/11/2016