El pluralismo, con el grado de libertad «negativa» que lleva consigo, me parece un ideal más verdadero y más humano que los fines de aquellos que buscan en las grandes estructuras autoritarias y disciplinadas el ideal del autodominio «positivo» de las clases sociales, de los pueblos o de toda la humanidad. Es más verdadero porque, por lo menos, reconoce el hecho de que los fines humanos son múltiples, no todos ellos conmensurables, y están en perpetua rivalidad unos con otros. Suponer que todos los valores pueden ponerse en los diferentes grados de una sola escala, de manera que no haga falta más que mirar a ésta para determinar cuál es el superior, me parece que es falsificar el conocimiento que tenemos de que los hombres son agentes libres, y representar las decisiones morales como operaciones que, en principio, pudieran realizar las reglas de cálculo. Decir, que en una última síntesis que todo lo reconcilia, pero que es realizable, el deber es interés, o que la libertad individual es democracia pura o un estado totalitario, es echar una manta metafísica bien sobre el autoengaño o sobre una hipocresía deliberada. Es más humano porque no priva a los hombres (en nombre de algún ideal remoto o incoherente —como les privan los que construyen sistemas—) de mucho de lo que han visto que les es indispensable para su vida como seres humanos que se transforman a sí mismos de manera imprevisible. En último término, los hombres eligen entre diferentes valores últimos, y eligen de esa manera porque su vida y su pensamiento están determinados por categorías y conceptos morales fundamentales que, por los menos en grandes unidades de espacio y tiempo, son parte de su ser, de su pensamiento, y del sentido que tienen de su propia identidad; parte de lo cual les hace humanos.
Puede ser que el ideal de libertad para elegir fines sin pretender que éstos tengan validez eterna, y el pluralismo de valores que está relacionado con esto, sea el último fruto de nuestra decadente civilización capitalista; ideal que no han reconocido épocas remotas ni sociedades primitivas, y que la posteridad mirará con curiosidad, incluso con simpatía, pero con poca comprensión. Esto no puede ser así, pero a mí me parece que de esto no se sigue ninguna conclusión escéptica. Los principios no son menos sagrados porque no se pueda garantizar su duración. En efecto, el deseo mismo de tener garantía de que nuestros valores son eternos y están seguros en un cielo objetivo quizá no sea más que el deseo de certeza que teníamos en nuestra infancia o los valores absolutos de nuestro pasado primitivo. «Darse cuenta de la validez relativa de las convicciones de uno —ha dicho un admirable escritor de nuestro tiempo—, y, sin embargo, defenderlas sin titubeo, es lo que distingue a un hombre civilizado de un bárbaro.» Pedir más es quizá una necesidad metafísica profunda e incurable, pero permitir que ella determine nuestras actividades es un síntoma de una inmadurez política y moral, igualmente profunda y más peligrosa.
Isaiah Berlin, Dos conceptos de libertad (1958)