Tenía un texto preparado sobre naciones, nacionalismos, populismos y demás que tiré a la papelera por confuso y farragoso. Y es que en realidad el tema ya lo es de por sí. Sobre todo, en este país tan ebrio siempre de brandy soberano, que ya ni nos aclaramos con nuestros eufemismos mas habituales. Después del famoso "nación de naciones" -ese hit- entonado por Pedro Sánchez, llega ahora el pacto PNV-PSE en Euskadi, aceptando el debate sobre el "derecho a decidir". El debate, que no el propio "derecho a decidir". Traición para unos, bálsamo para otros. Intentemos, como pedía el eurodiputado socialista Ramón Jáuregui hace poco, no perdernos en debates semánticos.
A principios del siglo XXI, en pleno proceso avanzado de globalización, el concepto de nación está superado. Vivimos una época de soberanías compartidas e imbricadas, con construcciones democráticas complejas como la Unión Europea, o casos de empresas multinacionales cuyo PIB es superior al de muchos países y estados que imponen sus criterios e intereses de forma transnacional. Este contexto ha generado, sin embargo, un rebrote de nacionalismo nostálgico que reclama la devolución de soberanías originarias, y no solo en la UE con el Brexit y su "Bring my country back", sino también como expresión de una añoranza de tiempos pasados de grandeza nacional "Let's make America great again". La grandeur perdida es también uno de los leitmotiv ya clásicos del Frente Nacional francés, que comparte tintes populistas y xenófobos con los otros dos fenómenos. La amenaza del Frente Nacional francés suele generar, y esperemos que lo siga haciendo, una saludable Union Sacrée Républicaine, esto es, la reacción de los partidos republicanos en contra del FN, a quien no consideran republicano y, por lo tanto, sí antisistema.
El francés es un caso de estudio que permite ver claramente la diferencia entre nación (La France) y espacio o pacto ciudadano (La République). Por un lado esta el territorio y, si se quiere, la identidad, y por otro lado, los valores, los derechos y los deberes, que son de los ciudadanos. De la misma manera, una cosa es Europa y otra la Unión Europea.
En España, ambos asuntos -la nación y el pacto ciudadano - son cuestiones problemáticas y regularmente puestas en entredicho por corrientes nacionalistas históricas que entrechocan. Además del nacionalismo vasco, gallego o catalán, tenemos también el español. Y llegados a este punto, conviene no confundir defender la Constitución y sus Estatutos (el pacto ciudadano de derechos, obligaciones y libertades) con defender la Nación Española, su territorialidad o unidad territorial. Inversamente, defender la Nación Española no sería automáticamente sinónimo de defender las libertades si dicha nación no estuviera dotada de la mencionada Constitución. De ahí su importancia: es el pacto ciudadano el que hace de una nación un Estado de derecho, y no al revés.
Ningún nacionalismo, ni periférico, ni centralista ni los que operan hoy en día a nivel internacional está exento de tentaciones populistas y xenófobas, como tampoco lo esta cualquier otra opción politica, dicho sea de paso. Toda corriente política puede acabar siendo liberticida o, por el contrario, emancipadora, depende más de los valores y sus portadores que de la etiqueta que le pongamos. La libertad no se casa con nadie. Al igual que no era lo mismo un comunista en la España de Franco que uno la Rusia de Stalin (Uno luchaba por la libertad, el otro contra ella, y ambos eran comunistas), no es lo mismo un nacionalismo que otro. Y eso no depende del color de la bandera que se agite.
Por ello, cuando se acusa al nacionalismo periférico de atacar la convivencia, conviene ver si su acción rompe efectivamente el pacto ciudadano (cosa que a veces también ocurre) y con ello el conjunto de libertades, derechos y obligaciones que garantizan la convivencia, o si, por el contrario, simplemente reclama otra articulación de ese mismo pacto ciudadano de forma sincera.
El Estado-nación es ya un concepto obsoleto. Ni tiene sentido que algunos nacionalistas lo reclamen para sí, ni que los otros lo sacralicen a su vez. El repunte de los nacionalismos, los locales y los globales, y su versión más populista como es la del "derecho a decidir" bajo la engañosa apariencia de un proceso de participación ciudadana de abajo a arriba tiene que ver, más que con cualquier otra cosa, con la crisis y los recortes del Estado protector (Welfare estate) y con la necesidad de un señuelo ilusionante para las capas más castigadas de la sociedad, tal y como ha llegado incluso a reconocer el propio conseller de Cultura de la Generalitat Santi Vila: "Si este país no hubiera hecho un relato en clave nacionalista, ¿cómo hubiera resistido unos ajustes de más de 6.000 millones de euros?". Lo que emparenta sin duda a cierto nacionalismo directamente con los fenómenos que vemos en Europa y Estados Unidos como consecuencia de la crisis económica cuya factura sufren los mas desfavorecidos, a base de desempleo y recortes en las protecciones sociales. Desgraciadamente, el tamaño de la bandera suele ser en general inversamente proporcional al del Estado del bienestar que hay detrás de ella. Y tristemente, competimos más por el tamaño de las banderas que por el nivel de prestaciones de nuestros estados...
Desde un punto de vista genuinamente socialista o socialdemócrata, y acorde con la tradición internacionalista de esta ideología, que es una de las que más ha hecho, por ejemplo, por la construcción europea, lo que debe primar es la calidad y potencia del pacto ciudadano, y no tanto la nación en cuestión. De hecho, las naciones, grandes o pequeñas, pueden y deben ser irrelevantes para aquellos que aspiramos a un auténtico espacio europeo de ciudadanía, y a un socialismo paneuropeo, empezando por un único y mismo partido socialista europeo para distintas naciones. "La tendencia progresista es hacer de la humanidad un gran todo unido, respetando el libre desenvolvimiento de las partes, que cada vez adquieran una mayor personalidad. Esta complejidad creciente, que tan manifiestamente se señala, es lo que dará carácter justamente a las estructuras sociales del porvenir", decía ya en 1918 el socialista eibarrés Toribio Echevarria. Por ello, no se entiende tanta controversia alrededor de si hablamos de tal o cual nación compuesta, descompuesta o pluscuamperfecta. Porque el objetivo de los socialistas es el bienestar de las personas. De hecho, son las personas y no los territorios los sujetos de derechos. Exagerando para que se entienda, poco importa cual es la nación si el pacto ciudadano es bueno. Ni que decir tiene que los pactos -contrariamente a las naciones, por lo visto- son revisables y reformables, como se hace en distintas partes del mundo sin tanto lío.
Ocupémonos pues del pacto ciudadano (de los estatutos y de la constitución) más que de la nación, que nos traerá probablemente mayores y mejores resultados para todos. Empezando por imaginar, pensar y construir una visión federal que profundice en el estado de las autonomías, articule el país y desactive las estériles reivindicaciones nacionalistas de unos y otros. Un federalismo que debe garantizar el derecho a la diferencia sin diferencia de derechos. Haciendo de España un espacio público de entendimiento entre diferentes y liberando de paso al Gobierno central de las cuitas internas tan hipertrofiadas para poderse ocupar más intensamente, por ejemplo, de política internacional. Y siguiendo por una Europa, también federal, que construya un demos europeo real y una fuerza pública cercana y con conciencia social que rescate urgentemente a los ciudadanos europeos en pleno desamparo, generando esperanza en un futuro mejor a base de hechos concretos.
Como decía Tomás Meabe, "mi patria empieza en mí y acaba en ninguna parte".
Pablo García Astrain, Estoy de naciones hasta los ..., El Haffington Post 02/12/2016