Saber cómo piensa, siente y actúa alguien es una de las incógnitas más interesantes que podemos plantearnos, pero conocer cómo influye la presencia –real o imaginaria– de otras personas en nuestros sentimientos y actos puede ser aún más relevante y más difícil de entender. De esto se encarga la psicología social.
Algunos de los análisis realizados por esta disciplina han sido trágicamente famosos, como El experimento de la prisión de Stanford, conocido simplemente como El experimento. El estudio, llevado a cabo durante tan solo seis días, del 14 al 20 de agosto de 1971, consistió en mantener recluidos en una prisión simulada en los sótanos de un edificio de esta universidad a 24 estudiantes, todos varones, sanos y socialmente adaptados, de los cuales ninguno había mostrado tendencia ni hacia la agresividad ni hacia la sumisión.
El diseñador y líder del proyecto fue el profesor Philip Zimbardo, quien los dividió en dos grupos y adjudicó al azar el papel de preso o de guardián a cada uno de ellos, reservándose para él mismo el de superintendente. Tanto los participantes como el propio Zimbardo se adaptaron a sus funciones más allá de sus expectativas. Hubo abusos de autoridad y tortura psicológica por parte de los guardias, así como aceptación pasiva y sometimiento en el lado de los presos, incluso acoso entre ellos por propia iniciativa o por orden. Inmerso en su papel, Zimbardo solo fue capaz de darse cuenta del despropósito cuando se lo señaló una observadora externa, que lo calificó de monstruoso y antiético, la única que se atrevió a cuestionar su moralidad entre las personas que tuvieron acceso al experimento sin estar involucradas en él. Solo entonces el investigador recapacitó y puso fin al estudio ocho días antes de la fecha prevista para su conclusión.
Se analizaba la presunta legitimidad de la conducta punitiva, restrictiva, hasta inmoral o agresiva de las personas cuando se les proporciona el apoyo social o institucional. La conclusión principal fue que la situación en la que se encuentra el individuo influye más en su comportamiento que su propia personalidad.
Estas conclusiones son compatibles con otro estudio realizado por Stanley Milgram en 1961 en la Universidad de Yale sobre el principio de obediencia a las figuras de autoridad. Milgram desarrolló un generador de descargas eléctricas con una serie de interruptores etiquetados con los términos “shock leve”, “shock moderado”, “peligro” y “shock severo”, más otros dos marcados con “XXX”. A un lado del interruptor se encontraba el maestro, una persona sana, común y sin tendencias criminales; al otro, unalumno que debía responder a una serie de preguntas. El maestro tenía el cometido de administrar una descarga aparentemente peligrosa al alumno cada vez que este fallaba en sus respuestas.
El alumno era cómplice del investigador y en realidad no sufría descarga alguna, pero las simulaba hasta mostrarse aparentemente agonizante. Si el maestro dudaba en algún momento, se le daba la orden de continuar. Y debía elegir entre obedecer o seguir los dictados de su conciencia. El 65% de los participantes aplicaron las descargas máximas. Prevaleció el deber de “obediencia a la autoridad” frente a los mandatos de la conciencia.
Según el Experimento de conformidad, realizado por el psicólogo estadounidense Solomon Asch en los años cincuenta del pasado siglo, la percepción propia de un individuo se ve influenciada por la de un grupo mayoritario, ya sea porque se siente presionado por la opinión de la mayoría o porque desconfía de su propia percepción. Sin duda, uno de los experimentos más interesantes en psicología social, muchas veces replicado, es el conocido como de la difusión de la responsabilidad o del espectador apático. Diseñado inicialmente por Darley y Latané en 1968, muestra que si nos hallamos a solas ante una persona que necesita ayuda, un 70% de la población le auxiliará o solicitará auxilio, pero si hay más personas alrededor, tan solo lo hará el 40%.
Muchos de estos estudios han sido controvertidos y considerados por algunos científicos como inmorales y abusivos. Si contextualizamos sus resultados, nos resultan sorprendentes, pero no están tan lejos los ejemplos históricos en los que multitudes se comportaron de ese modo “por obediencia debida”. Que los estudios de psicología social puedan mermar nuestra confianza en el futuro, en la humanidad o en ambas cosas es debatible, pero negarnos a conocer nuestra propia naturaleza es descorazonador. Como argumenta el neurocientífico Steven Pinker en su libro Los ángeles que llevamos dentro (Paidós), nos encontramos en el momento histórico en el que las muertes violentas y las agresiones son menos frecuentes. Por tanto, pensar “¿adónde vamos a llegar?” nunca será tan problemático como remontarnos a “de dónde venimos”.
Lola Morón, ¿Actuamos igual solos que en grupo?, El País semanal 04/12/2016
Naturaleza ¿humana?
La gran mayoría de los estudios de psicología social que llegaron a estas conclusiones se realizaron en los llamados “países civilizados”.
También hay estudios sobre la generosidad o la empatía en poblaciones calificadas como “no civilizadas”, como los bosquimanos del Kalahari y tribus aisladas del Amazonas. Los resultados son muy diferentes, y no precisamente por la tendencia a la maldad de los supuestos salvajes. Estas sociedades son más pródigas en otras formas de generosidad y empatía.
Para saber si está en nuestra naturaleza ser abusadores, egoístas o maquiavélicos se deben definir estos conceptos, pues la condición humana no es absoluta.