Está en la naturaleza del saber ser sabido. Y así como la palabra hablada reclama unos oídos dispuestos a escucharla (no hay cosa más triste e inútil que la famosa voz que clama en el desierto) y la palabra escrita requiere de unos ojos que se hagan cargo de esos signos, así también lo conocido en algún momento por el ser humano no parece que pueda admitir más destino que el de transmitirse a otros seres humanos. Acaso un ejemplo un tanto extremo sirva para ilustrar lo que se está pretendiendo afirmar: ¿imaginan a un astrónomo que descubriera, pongamos por caso, la existencia de una nueva galaxia en el confín más remoto del universo, o de una estrella hasta el momento desconocida en nuestro sistema solar, y decidiera no hacérselo saber a nadie por no importa qué razón (el enfado con su comunidad científica, la protesta por falta de ayudas públicas a la investigación o por cualquier otro motivo semejante)? La mera posibilidad nos repugna, entre otras cosas porque, aunque no hayamos pensado mucho en el asunto, damos por descontado que el contenido de ese descubrimiento, por más mérito del científico en cuestión que pueda ser el hecho de haber llevado a cabo este último, no le pertenece en modo alguno.
Tanto nos repugna la idea, que probablemente no nos costaría admitirla también para otros casos, en principio de tipo muy diferente al recién mencionado. Así, cuando tenemos noticia de que el albacea testamentario de algún gran escritor o artista incumplió el designio póstumo de este según el cual debía destruir determinadas creaciones suyas (por no satisfacerle el resultado final, para vengarse de los desaires de algunos de sus contemporáneos o por cualquier otra causa análoga), no solo comprendemos su resistencia, sino que incluso tendemos espontáneamente a celebrar su decisión. Es decir, que ni siquiera en un caso así, tan alejado del anterior, estamos dispuestos a reconocer forma alguna de propiedad por parte del creador sobre lo creado por él mismo.
Eso no significa que a nosotros, habitantes del presente, nos corresponda respecto a la tradición heredada (esto es, lo sabido por nuestros antepasados) la mera tarea, pasiva y reverencial, de traspasarla con la mayor delicadeza y cuidado a las generaciones venideras. Va camino de cumplirse 70 años desde que
Hannah Arendt nos advirtiera, en un luminoso trabajo (
La crisis de la educación,1959), el tipo de responsabilidad que nos corresponde en relación con todo ese acervo. Si a algo venimos obligados es precisamente a someterlo a severo examen crítico para, en lo posible, entregárselo mejorado a quienes ingresan por vez primera en el mundo del saber.
Si la historia de la cultura es algo más —mucho más, en realidad— que el mero amontonamiento de descubrimientos, teorías científicas y creaciones artísticas que se ha ido produciendo a lo largo de los siglos se debe justamente a que, en los diferentes presentes que conforman el devenir histórico, los habitantes de cada uno de ellos no se resignaron a ser simples cadenas de transmisión de lo precedente, sino que se obstinaron en constituirse en agentes activos del proceso, revisando hasta donde hiciera falta el signo y el valor de aquello que les había sido entregado en custodia.
Se deduce de las afirmaciones anteriores que, si nos centramos en el particular ámbito de la filosofía, la habitual distinción entre las figuras del profesor de Filosofía y la del filósofo tiene algo de artificioso, sobre todo si pretende dar a entender que el primero se limita a proporcionar a sus estudiantes la información sustancial respecto al pasado de la disciplina mientras que el segundo pretendería adornarse con un plus de creatividad, aportando su propia perspectiva o manera de ver las cosas respecto a los autores considerados como clásicos. En realidad, visto el asunto desde el ángulo que estábamos proponiendo, habría que reformular el dictum clásico según el cual no se enseña filosofía sino que se enseña a filosofar, puntualizando que la única manera de enseñar filosofía es filosofando, esto es, intentando establecer esa relación viva con la propia tradición a la que nos instaba
Hannah Arendt.
Porque enseñar a filosofar es, en sustancia, enseñar a asombrarse, y asombrarse es precisamente no dar por bueno lo que por parte de la mayoría es tenido por obvio y, por tanto, es dejado fuera de discusión. La filosofía, en ese sentido, no va al compás del mundo (así van quienes cualquier cosa que sea la que ocurra la consideran evidente e incuestionable) sino a contrapelo del mismo. El bien que ella propone —en último término, la capacidad de someter a la realidad a una impugnación radical—, lejos de ser el más extendido de los bienes, constituye más bien una rareza. Pero esa situación, por seguir con la jerga filosófica, no es necesaria sino contingente. Porque, como afirmábamos al principio, lo que está en la naturaleza del saber —en cualquiera de sus ámbitos, por tanto también en el de la filosofía— es precisamente esa querencia, constituyente, de ser compartido por todos.
Los filósofos trabajan para que la capacidad de asombro sea el bien más común, pero son conscientes de la envergadura del desafío. Por eso, a menudo se sienten como aquellos hombres prehistóricos que todavía no habían aprendido a producir el fuego, y a los que no les quedaba más remedio que cuidar y mantener su llama como algo sagrado que se iban traspasando de unos a otros. El fuego, en el caso al que nos venimos refiriendo, es el fuego del asombro. La descripción es casi literal: cuando un filósofo imparte una clase, ofrece una charla o simplemente dialoga con alguien puede sucederle que, de pronto, advierta que la mirada de su interlocutor se ha iluminado con un nuevo brillo. La experiencia tiene algo de mágica y la conocen bien quienes han hecho de perseguirla el motor de sus vidas: se produce en el instante en que prende en los ojos del otro el fuego del asombro, y a los que se lo entregaron les es dado constatar la intensidad con la que ha empezado a arder (el crepitar del logos, si se me permite el atrevimiento).
Es un regalo para el que ha conseguido traspasarlo y una carga, feliz, para el que lo recibe. Porque pasa a ser su responsabilidad que la cadena no se interrumpa. Al menos hasta el día en que seamos capaces de organizar el saber en la forma debida.
Manuel Cruz,
Saber y ser sabido, El País 08/12/2016