by Eulogia Merle |
No hay que llorar, hay que saber perder”. Los informativos deberían abrir con el conocido bolero. Todavía están frescas las insinuaciones de Podemos sobre la manipulación electoral. Como Trump pocos días antes de las elecciones. Descalificaban el reglamento por temor al resultado. Normal. Más inexplicable, descartada la esquizofrenia, resulta la reacción de aquellos que mientras defienden el referéndum en Venezuela reniegan del procedimiento en Colombia, el Reino Unido o Italia.
La condena incondicional resulta precipitada. Mediante referendos se aprobó la Constitución y se echó a Pinochet. El problema es su calidad, que depende de cosas como la naturaleza y la claridad de la pregunta, la participación, la previa discusión, etcétera. Obviamente, no resultan legítimos cuando cercenan derechos fundamentales. Unos ciudadanos (hombres, blancos, catalanes) no pueden votar desproveer a otros (mujeres, negros, otros españoles) de sus derechos de ciudadanía en una parte o en todo el territorio político compartido. Otras veces, pues depende. En realidad, muchos argumentos aducidos contra los referendos descalificarían también a las democracias: toda votación, incluidas las parlamentarias, al final, es dicotómica: sí/no; los parlamentarios padecen sesgos cognitivos o informativos; la manipulación estratégica es una posibilidad y hasta un hábito parlamentario; la incompetencia agregada de los votantes no es inferior a la de los representantes.
Da lo mismo. Porque la desconfianza se extiende a la democracia tout court. En foros de Podemos (Plaza Podemos) se ha propuesto reconsiderar el voto de los ancianos. Como en la defensa de la autodeterminación, una vez más en compañía de Hayek: deberían incluirlo entre sus clásicos, con Laclau y demás; al menos, mejoraría el promedio. También en la academia seria circulan argumentos antidemocráticos. Brian Caplan, en The Myth of the Rational Voter, sostiene que no podemos esperar mucho de unos votantes inevitablemente irracionales, entregados a sesgos que les impiden reconocer cosas como el beneficio del comercio o de la inmigración. Por su parte, Jason Brennan, quizá el “libertario” reciente más vertebrado, en The Ethics of Voting, sostiene que, si creemos que la democracia es un método para seleccionar a los mejores gobernantes o las mejores políticas, tal vez debamos reconsiderar el derecho al voto de los ciudadanos con menos luces o virtudes. Recientemente, Ch. Achen y L. Bartels, en Democracy for Realists, nos han mostrado que, además de ignorancia, los votantes pecan de inconsistencias ideológicas y de memoria de pez, de que son incapaces de castigar a resultado pasado, retrospectivamente, a los ineptos.
Alguna razón tienen. En ¿Idiotas o ciudadanos? exploré estas irracionalidades y el dilema al que parecen abocarnos: populismo o tecnocracia. Soluciones se intentan. Instituciones como los tribunales constitucionales o, en otro sentido, los bancos centrales buscan prevenirnos contra lo peor de nosotros mismos, contra decisiones colectivas suicidas: excluir de la competencia democrática —y por ende, proteger— cosas importantes, como derechos o intereses de los ciudadanos futuros. Se trata de soluciones no carentes de problemas: falta de legitimidad democrática para quehaceres legislativos que, de facto, realizan; permeabilidad a opacos poderes; sesgos comunes a todos los mortales y también a los jueces (Sunstein y otros, Are Judges Political?).
Los problemas son muchos, pero hay uno basal: la miopía del votante, su infantilismo. Las criaturas prefieren un caramelo hoy que ciento mañana. Los adultos, poco más o menos: votan contra el impuesto de sucesiones porque les “roban” su casa, descuidando que, en la redistribución, también entra la propiedad del potentado; se quejan de los “extranjeros” en ambulatorios que se sostendrán con el trabajo de los extranjeros; prefieren filtros lingüísticos a los docentes para evitarse competencia en una universidad prestigiosa que dejará de serlo por ese mismo filtro; reclaman proteger su “industria” fósil ante innovaciones que, renovándose, le permitirán ampliar sus clientes; apoyan la independencia (o los aranceles) para apropiarse en exclusiva de un mercado local que con la independencia se vendrá abajo, con peores proveedores y arruinados clientes. La miopía es solo una variante de la irresponsabilidad más general, esa misma que nos lleva a realizar acciones que condenamos: reclamamos medidas contra el cambio climático con nuestros radiadores a todo trapo; condenamos el cotilleo mientras nos abalanzamos sobre las revistas de peluquería, como sucedía en los días de Clinton y la becaria.
La competencia política agrava la patología. Como nadie gana elecciones paseando malas noticias, las burbujas financieras se disimulan, el nacionalismo nos acerca a las puertas del drama y los desbarajustes ambientales se ahondan. La democracia participa de lo que Taleb llama ingratitud hacia el héroe silencioso: “Todo el mundo sabe que es más necesaria la prevención que el tratamiento, pero pocos son los que premian los actos preventivos”. Se reclaman más competencias para la propia autonomía, aunque se sepa que, a medio plazo, los problemas aumentarían, comenzando porque las competencias, generalizadas, se esfuman como poder efectivo. Al final, se vacían de poder las instituciones, las centrales y las locales. En esas circunstancias, la proliferación de “naciones autonómicas” es algo más que simple majadería: la marca “nación” es un bien posicional; esto es, vale mientras otros carecen de él. Además, la miopía encuentra el terreno abonado en el hecho de que los problemas, en su mayoría, no son cuánticos, como la ruptura de un vidrio, en un instante, sino continuos, como se rompe una cuerda fatigada por el roce, como el desgaste del ruido de la vida, como muere el amor. En el entretanto, los ciudadanos optan por el ilusionismo y se culpa por elevación: la casta, el sistema, el heteropatriarcado, los extranjeros, Europa, Madrid… Vamos, a nadie. Rueda el mundo y el que venga que arree.
El reto no es nuevo: diseñar instituciones capaces de compatibilizar calidad de las decisiones con autogobierno, “incluso con un pueblo de criaturas”, parafraseando a Kant. Hay propuestas parciales, como el uso del sorteo o el “paternalismo libertario”, que propone configurar los escenarios de elección a favor de ciertos resultados. También con problemas. De momento, lo indiscutible es que nuestras democracias alientan el infantilismo. Y, puesto que el mecanismo está diseñado para ocultar problemas u omitir el coste de las soluciones, sin reclamar nada a los ciudadanos, resulta casi indecente reprocharles su miopía. Así las cosas, nadie se puede extrañar de que proliferen los conjuros en una democracia configurada para que los ciudadanos operen como consumidores: siempre tienen razón y deben estar contentos. El populismo, en esas circunstancias, es la regla, no la excepción. Mientras tanto, los retos importantes quedan en espera. No es raro que asome la tentación de limitar la democracia. Tiempo de ingratos dilemas.
Félix Ovejero, ¿Democracias para niños?, El País 19/12/2016
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