Fijémonos en que, del amor a la decisión, del tabaco a la conversación, del alcohol a la lectura, todas las tecnologías corporales de concentración, que te permiten ser libre al menos de forma ocasional, están disueltas a manos de las tecnologías gregarias de dispersión. Hasta la concentración ociosa del paseo -caminar sin rumbo, contemplar, recordar, pensar en cualquier cosa- ha desaparecido en aras del mando a distancia. Reparemos solamente en un ejemplo minúsculo y significativo. Si tememos que entre el prójimo se infiltre cualquiera que no es de los nuestros -extranjero, inmigrante ilegal, terrorista- es porque la atención está dispersa, delegada en los grandes aparatos de reconocimiento y captura. Basta con que te cubras con los logos de la identificación para que pases desapercibido. Incluso un personaje famoso, con un pequeño esfuerzo de discreción anti-espectacular -ropa sin marca, peinado estándar, gafas de sol baratas-, consigue que nadie se fije.
Todo lo que sea atención, una percepción que es la primera autonomía del individuo, es cautiva de un dispositivo múltiple de distracción. La industria del entretenimiento ha penetrado mil rincones, de manera que puedes pasear impunemente tu mirada por la multitud -en las calles, en los centros comerciales o en el transporte público- y nadie se dará cuenta. Puedes hablar solo en clase y nadie se dará cuenta, así como ser prácticamente invisible en cualquier fiesta en la que te empeñes en camuflarte de inexistente. En el reino de la visibilidad, una y otra vez avalada por las marcas, nadie echa de menos a un desconocido. Y todos somos fácilmente desconocidos en cuanto nos quitamos dos o tres claves de reconocimiento compartido.
Naturalmente, el fenómeno no queda aquí, en una dispersión que contaminase solamente a la cultura popular. En los niveles de elite la ortodoxia centrífuga es la misma. Fijémonos si no en cómo la intensidad poéticas en el arte, sea en la pintura, en las instalaciones o en la performance, retroceden a manos de la complejidad dispersa y crítica, encadenada a temas de actualidad subsidiarios de los medios. Las formas de arte que llamamos emergentes usan la misma lógica espectacular y "crítica" de los medios. De hecho, en lo que al cine se refiere, muchas películas de tensión elemental, descolgadas de nuestra obsesión crítica, se llamen Polustanok a Youth, pasarán por esteticistas. Curiosamente, casi el mismo calificativo que marginalizaba -o toleraba- a cierta clase de cine complejo en la extinta Unión Soviética.
También la metafísica de la dispersión funciona en el tono medio de la filosofía. La norma es la hipertrofia de la erudición y la cita, en detrimento de un pensamiento más conclusivo, breve o intuitivo. ¿No opera este formato erudito en nombre del mismo primado de la acumulación que procede de la industria? Y recordemos que la acumulación nunca es horizontal, signifique lo que sea esa palabra, pues vuelve a poner en otro hiperespecialista -como insistía Arendt- el privilegio de escoger, mezclar y decidir. De ahí la caricatura represora del pensamiento que se ha hecho de la Historia de la Filosofía: "Usted no puede hablar de eso si antes no ha pasado por tal o cual texto o curso homologado". ¿No ocurre algo parecido también en el psicoanálisis, con la primacía de un último y esotérico Lacan que ignora la sobriedad de los primeros escritos?
La erudición conceptual -lo sugería el mismísimo Descartes- es dispersión, maneja el poder de un metalenguaje sin precipitación intuitiva. Algo en todo caso muy alejado, a pesar de las traducciones, de cualquier página intrincada de un Ser y tiempo, donde siempre late una referencia existenciaria potencialmente muy común. Con razón Deleuze recuerda que ha sentido más receptividad a su concepto de "cuerpo sin órganos" en gente común, sin una especial preparación filosófica, que en los profesores instalados en el medio universitario. Tal vez una de las primeras víctimas de esta hipertrofia del conocer, en menoscabo del pensar, sea el mismísimo Kant, con el habitual retroceso del pensador de lo nouménico en nombre de un Kant más civil y complejo, más cercano a nuestras ilusiones edificantes.
Y después recordemos esos cursos de filosofía donde se presentan quince ponencias por día, con la consiguiente imposibilidad de escuchar nada acabado y, menos aún, de construir una réplica. Todo gira, multiplicado, para el cuerpo glorioso de nuestra salvación numérica sea posible. Ocurre, bajo cuerda, como si en realidad nuestro ideal salvífico fuese la multiplicidad parpadeante de la pantalla en nieve. A la manera de las redes, puesto que esa multiplicidad vive de huir de la elemental, también multiplicará el pánico y la catástrofe, igual que lo hace la pulsación nerviosa de la Bolsa o el impresionismo informativo. Por su desarme frente a lo terrenal, frente al tiempo que concluye en cada aliento, la complejidad prepara la catástrofe. Igual que el fin de la pantalla en nieve de Poltergeist facilitaba la emisión de los fantasmas, igual que la mente plana y estresada del piloto de Germanwings facilita después un suicidio "inimaginable". Del mismo modo, por cierto, que la dudosa construcción compleja de las Torres Gemelas parece derrumbarse a la señal que emite el choque de los aviones. Por doquier, la multiplicación dispersa y aplaza el encuentro con la finitud. Pero lo que es una y otra vez aplazado por mortal, volverá como letal.
¿Qué nos queda, cuál puede ser la alternativa a este sistema que ya se presenta cargado de alternativas? Muy sencillo, aprender a vivir de otro modo, mirando de frente lo irremediable. Ningún conformismo, pues. Recordemos que el primer signo de cualquier verdad es que nos para, deteniendo la proliferación de las habladurías. La verdad nos para y nos divide -un antes, un después-, suspendiendo la dispersión conservadora que nos retiene. La verdad, su aura, pone en crisis la proliferación del saber porque lo concentra en un punto. Igual que la contemplación (theoria) aristotélica, "Pequeña en magnitud y grande en dignidad", no se oponía a la acción, sino que la acumulaba en una vibración inmóvil, así también lo hace la tecnología de concentración que es la decisión, el sentimiento o el pensamiento.
Ignacio Castro Rey, El beneficio de la dispersión, fronteraD 24/12/2016