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Maquiavel |
La famosa y polémica obra de
Maquiavelo,
El Príncipe, puede leerse desde la perspectiva de la antropológica filosófica para destilar su significado histórico y filosófico-político.
Ortega y Gasset ya proponía que la imagen del hombre determina una época, sus problemas y sus intentos por solucionarlos. Y cuando ésta entra en crisis es cuando se suceden los principales cambios históricos. En este sentido, puede resultar revelador hacer una lectura de esta emblemática obra del pensador florentino en el cambio hacia la Modernidad, teniendo en perspectiva que esa imagen del hombre parece constituir el nudo gordiano de las ideologías políticas. Sobre esta antropología filosófica pueden trazarse dos grandes líneas, la del optimismo antropológico de corte utópico, con figuras como
Moro o
Rousseau, y la del pesimismo antropológico con figuras como la de
Maquiavelo y el mismo
Hobbes. En esta entrada extraigo de este famoso texto las principales referencias para sostener este enfoque que repercute en las fundamentales nociones de virtud y fortuna en
Maquiavelo.
Pesimismo antropológico
Como ya he planteado en entradas anteriores, la importancia de la imagen del hombre de cada época o de cada pensador impregna completamente su cosmovisión, singularmente la política, tal y como creo que sucede con
esta canción de Silvio Rodríguez, o con la persistencia histórica del eje político ideológico izquierda-derecha (
1,
2,
3 y
4).
En este sentido, y aun admitiendo que siempre caben muchos matices, podría trazarse un esquema que alinease a los pensadores de todos los tiempos en dos grandes líneas según su consideración moral del ser humano. En este sentido, encontraríamos una primera línea a la que correspondería un optimismo antropológico que confía en la bondad humana en último término. Esta bondad natural se encontraría corrompida por una serie de agentes externos y diversos (su carácter material, pasional, social,…). Podríamos tomar como estandarte a
Rousseau, para quien el hombre es bueno por naturaleza. Por otra parte, encontraríamos la línea del pesimismo antropológico, que sostiene una noción concupiscente del hombre, inclinado naturalmente al mal, y en última instancia a la destrucción de su semejante con tal de la supervivencia y el poder. Entre otros, podríamos tomar como estandarte a Hobbes, y su homo homini lupus.
Evidentemente, los esquemas dicotómicos son enemigos de
la moderación que es necesario predicar. De hecho, ha habido a lo largo de la historia muchos intentos por mantener una ecunanimidad entre ambas líneas, acaso al estilo de
Aristóteles, de
Locke o de
Kant. Pero estas dicotomías permiten bajo otros muchos puntos de vista esclarecer aunque sea instrumentalmente la realidad para proseguir el camino de su comprensión. En este sentido, estas dos líneas sirven para advertir bajo un enfoque al estilo de
Weber que, en cuanto la imagen del hombre se ha escorado hacia alguna de estas dos grandes líneas, sus consecuencias han sido enormes para la vida social y política. Y en sentido contrario, bajo un enfoque al estilo de
Marx, pueden explicar en buena medida la estructura y la capacidad legitimadora de enormes aparatos conceptuales emergidos de dichos cambios sociales. Aunque no exento de debate, no es difícil enmarcar la famosa y polémica obra de
Maquiavelo,
El Príncipe, en esta segunda línea del pesimismo antropológico.
Para fundamentar esta tesis en
El Príncipe, puede rastrearse con facilidad en la vida del autor florentino, que había escarmentado mucho ya en su vida cuando la escribió.
Maquiavelo había sufrido las torturas infligidas al considerarle sospechoso de una conjura contra los Médici y se hallaba apartado de la participación política de la que tanto gustaba cuando escribió
El Príncipe. Lo hizo frenéticamente e interrumpiendo sus comentarios a Tito Livio en un arrebato de lucidez para encontrar respuesta a su demanda de regresar a los principios, a los antiguos, al origen histórico de la Italia desmembrada, y para ganarse el favor de los Médici. En
El Príncipe,
Maquiavelo revela que, tras su andadura política, tenía la percepción de estar curado de espanto. Por así decirlo era un optimista desengañado por la experiencia. Y así la antropología que su obra trasluce es la de un hombre en la que sólo cabe la lucha por el poder y por el propio beneficio, ya sea en el súbdito, rebelde a dominar, o en el príncipe, llamado a engrandecer su patria y a hacer perdurable su gobierno personal.
Parece probado que la Iglesia de su tiempo y sobre todo la posterior a
Maquiavelo orquestó importantes campañas para desacreditar su obra, bajo el pretexto de perseguir su perversión moral. Probablemente, estaba sin embargo especialmente interesada en desarmar que
Maquiavelo había constatado el papel legitimador que la jerarquía católica ejercía en el control del poder, y sobre todo su crítica de la intromisión de este poder eclesial en el puramente político. Dicho eso, sin embargo, parece difícil justificar los revisionismos de quienes sólo observan la mano negra de la Iglesia culpando a un
Maquiavelo paladín del liberalismo secular que se pretendería éticamente intachable. Probablemente,
Maquiavelo jugó un papel determinante en la emancipación del poder político secularizado, desafiando el hasta entonces imponente poder eclesial sobre la esfera política medieval. Pero sería insostenible tratar de obviar la pesimista imagen existente en la antropología maquiavélica a la luz de sus obras, como factor fundamental que le permite legitimar prácticas y principios de dudosa catadura moral.
En este sentido, las muestras que se dan en
El Príncipe, son varias y en ocasiones diáfanas. Así dice: “los hombres son ingratos, frívolos, mentirosos, cobardes y codiciosos; mientras uno los trate bien lo apoyan… pero cuando uno está en peligro se vuelven contra él”. Entre estos hombres: “el amor es un vínculo de gratitud que los hombres, perversos por naturaleza, rompen cada vez que pueden beneficiarse y el fin que se proponen siempre es la gloria y las riquezas”.
Los hombres son así esencialmente el otro que denomina
Ortega en
El hombre y la gente, ése que siempre es potencialmente temible, ese infierno que llegó a predicar
Sartre, que siempre puede arrebatarnos el poder sobre nuestro destino y la tranquilidad de una existencia dominada – hasta el punto que la fortuna permita. La potencialidad de ese otro amenazante va a ser piedra angular para legitimar la consecuencia: “Si los hombres fuesen todos buenos, este precepto no sería bueno, pero como son perversos, y no la observarían contigo, tampoco tú debes observarla con ellos”.
¿Y cuál es ese precepto? El de la razón que persigue la autoconservación fiándose siempre de uno mismo antes que de cualquier otro – de los propios ejércitos frente a los mercenarios, por ejemplo – e incluso preferir ser temido que ser amado porque “como el amor depende de la voluntad de los hombres y el temer de la voluntad del príncipe, un príncipe prudente debe apoyarse en lo suyo y no en lo ajeno”.
En definitiva, en el ejercicio del principado, esta razón para el dominio se eleva al rango de necesidad, concepto por el que la obra de
Maquiavelo gravita en numerosas ocasiones, y que cobrará vigencia en la manida razón de Estado.
La
virtùDe esta forma,
Maquiavelo anticipa en mucho a
Hobbes en su caracterización de la llamada razón de Estado maquiavélica: casi un siglo después, el inglés se apoyaría en dos axiomas fundamentales: la
cupiditas naturalis (la codicia humana) y la
ratio naturalis (que persigue la autoconservación). En
Maquiavelo ambos principios se encuentran latentes, con una razón al servicio de la autoconservación que recupera, en la revitalización clásica del Renacimiento, una nueva noción de virtud.
Maquiavelo deja a un lado la gracia y la conversión cristianas, la dignificación humanista del cristianismo, y subrayando la concupiscencia de los caídos en este valle de lágrimas desde el punto de vista práctico, suple la virtud de la moral escolástica por la virtù clásica, heredera del vigor romano, nueva virtud del príncipe, consistente en la plural y ágil capacidad para responder con eficacia a la máxima que exhorta a conservar el poder a toda costa.
Este pesimismo antropológico resulta fundamental en la legitimación de su manual de recomendaciones. Si el príncipe desea obtener buenos resultados, ha de obrar teniendo siempre presente la naturaleza del hombre, de la que desconfiar. Pero al mismo tiempo, en otro sentido, a
Maquiavelo le resulta indiferente la legitimación moral, porque le urge el realismo político de una historia que se revela como tortuosa, una fortuna que es preciso someter con violencia – como a la mujer, dirá – a la que el hombre no puede sustraerse, pero por la que tampoco debe dejarse llevar. El príncipe renacentista, que retoma las riendas de su destino en el giro antropológico humanista, ha de apelar al pragmatismo, a la garantía de conservar el poder a toda costa apoyada en la nueva virtud.
Aunque
Maquiavelo escribió
El Príncipe tres años antes que
Moro escribiera
Utopía, el pragmatismo y empirismo del primero se contrastan ya en su obra frente a los optimismos antropológicos entre los que se podría enmarcar a éste, pues frente a la utopía de tantos
Maquiavelo afirma que “no se debe confundir el ser con el deber ser”. Para
Maquiavelo la política va de otra cosa, y no se puede pecar de ingenuidad utópica, pues su propósito es “escribir cosa útiles para quien la entiende” por lo que le parece más conveniente “ir tras la verdad efectiva de la cosa que tras su apariencia”. Su ataque es directo: “muchos se han imaginado como existentes de veras a repúblicas y principados que nunca han sido vistos ni conocidos; porque hay tanta diferencia entre cómo se vive y cómo se debería vivir, que aquel que deja lo que se hace por lo que debería hacerse marcha a su ruina en vez de beneficiarse”.
Queda claro pues que con este pesimismo antropológico se apuntala cierta cobertura legitimadora de la nueva virtud: “pues un hombre que en todas partes quiera hacer profesión de bueno es inevitable que se pierda entre tantos que no lo son”.
Pero la nueva virtud de
Maquiavelo no pretende buscarse una nueva legitimidad moral como pilar fundamental, sino empírica, al estilo de
Aristóteles y su
Política, tan plagada de ejemplos reales. El florentino constata que “no hay medio más seguro de posesión que la ruina” del otro, se entiende. Así
Maquiavelo no propone una nueva virtud normativa en sentido metafísico, sino una nueva virtud conveniente que constata limitándose, según él, a sacar a la luz lo evidente. Muchos revuelos ha armado esta obra, sólo publicada póstumamente. Pero ¿de qué lado se quedaba el pérfido cinismo con el que suele identificar a lo maquiavélico? ¿Acaso no procede más del mundo que
Maquiavelo describió con sincera maestría que de él mismo? Como decía el
Feijoo en su
Teatro Crítico Universal:
“la verdad, la práctica del mundo no se tomó de la doctrina de Maquiavelo; antes la doctrina de Maquiavelo se tomó de la práctica del mundo. Aquel depravado ingenio enseñó en sus escritos lo mismo que él había estudiado en los hombres. El mundo era el mismo antes de Maquiavelo que es ahora; y se engañan mucho los que piensan que los siglos se fueron maleando así como se fueron sucediendo.”
La nueva virtud se caracteriza por la acción resuelta, sin mediocridad, sin vacilación ni medianía: “A los hombres hay que conquistarlos, o eliminarlos, porque si se vengan de las ofensas leves, de las graves no pueden; así que la ofensa que se haga al hombre ha de ser tal, que le resulte imposible vengarse.”
El ejercicio de esta acción ha de ejecutarse sin excesivo escrúpulo ético, legitimada por la necesidad y la conveniencia pues: “es necesario que todo príncipe que quiera mantenerse aprenda a no ser bueno, y a practicarlo o no de acuerdo con la necesidad”. Para ello es preciso contar con armas porque “los desarmados fueron siempre vencidos”, es decir, el príncipe debe contar con los medios que le permitan conseguir el fin que se propone.
Esta nueva virtud conglomerado de fuerza, astucia, entereza, señorío… recuerda en muchos aspectos a la que
Nietzsche exigirá en su transvaloración para el
Übermensch, el afirmativo, el que renueva a Roma frente al cristianismo, como en cierto modo hiciera
Maquiavelo en su época renacentista tras la rígida teocracia medieval. De este modo, forma parte de la virtud el permanente adiestramiento para la guerra pues “un príncipe no debe tener otro objetivo ni otra preocupación, ni debe considerar como suya otra misión que la de la guerra”. Los utópico-pacifistas como
Moro desprecian la guerra si no es, como mucho, en estricta defensa propia. Pero para
Maquiavelo, muy al estilo nietzscheano, la felicidad se construye a partir de esta virtud, la que no se arredra pues “quienes cuentan con medios hallan a cada paso grandes dificultades y peligros que deben superar con valor, y una vez superados, sienten que se les respeta y, anulados los rivales y los envidiosos, viven para siempre fuertes, seguros, honrados y felices”.
Sin embargo, como he apuntado, la pretensión de
Maquiavelo no es la del antagonismo ético, su apuesta no es moral, sino política, práctica, y por eso su virtud es siempre adaptativa, instrumental: debe hacer uso de la apariencia de lo políticamente correcto si así le conviene. De hecho, su escrúpulo ético – como le achacaría Napoléon – puede alcanzar alguna cota, como le sucede con su ejemplo de Agatocles que supera la autonomía de su concepto de virtud:
“porque si nos detenemos a considerar la habilidad de Agatocles en entrar y salir de los peligros, y su grandeza de ánimo en soportar y superar las adversidades, no se ve por qué habría que juzgarlo inferior a cualquier eminente capitán; pero por su malvada crueldad e inhumanidad, manifestada en infinitos crímenes, no toleran que se celebre entre los más excelentes caudillos. Pues no puede atribuirse a fortuna o a virtud lo que se alcanzó sin la una y sin la otra”.
Pero como su pretensión no es ética sino práctica, ha cavado una zanja entre ética y política lo suficientemente profunda como para que incluso se pueda esperar que quienes emplearon la “crueldad bien usada”, es decir, de forma rápida para lograr el poder y sin insistir en ella, “pueden esperar que Dios y los hombres los perdonen, como sucedió a Agatocles”. Y es que a pesar del rechinar de dientes y la condena eterna, en la fe cristiana cabe la disculpa, ya sea en el sacramento de la penitencia retenido en la Iglesia católica a partir de la Reforma, ya sea en la redención por la fe de las iglesias protestantes, díscolas de la tantas veces interesada reprimenda pontificia.
La fortuna
La nueva virtud maquiavélica se contrapone y complementa con otro de los conceptos fundamentales que aparecen en
El Príncipe, el de la fortuna. La virtud es preferible a la fortuna porque “se mantiene mejor quien se sirvió menos de la fortuna”, aunque, dicho sea de paso, al desdichado de
Maquiavelo la fortuna le regalase veinte mil ducados en 1521, pocos años antes de morir. Pero puede decirse que la relación entre virtud y fortuna es simbiótica pues de la fortuna los grandes hombres obtienen la ocasión de ejercer su virtud, sin la que aquella sería inútil. Este concepto de fortuna refuerza la arquitectura maquiavélica, fundamentalmente en dos sentidos:
Por un lado, la azarosa fortuna – ciega, caótica – da pie a una incertidumbre que exige experimentar y tomar como referencia práctica la realidad, escurridiza, sorprendente, frente a la normativa utopía siempre frustrada y la resignación cristiana al plan divino que premia la inacción.
Por otro lado, la fortuna reconocida es limitada cediendo la otra mitad del destino a esa libertad un tanto epicúrea – en el seno del azar – que
Maquiavelo reconoce como libre arbitrio cristiano, y que permite conceder cierta autonomía a la razón pragmática, adaptativa, atenta a aprovechar cada
kairós, cada momento oportuno.
En este ecosistema, de nuevo,
Maquiavelo no pretende elevar a rango de norma ética la acción libre que lidia con esta fortuna, sino que se adhiere a un pragmatismo relativista, pues “lo que parece virtud es causa de ruina, y lo que parece vicio sólo acaba por traer el bienestar y la seguridad”. El dinamismo relativo con el que debe hacerse el príncipe – adaptándose, sacando provecho, serpenteando, aunque manteniendo cuando convenga la correcta apariencia cristiana – contrasta sin embargo con el principio regulador de su pesimismo antropológico.
A pesar del carácter egoísta con el que tiende a comprenderse al príncipe maquiavélico, puede admitirse que hay cierta continuidad trágica con el
frónimos aristotélico, cuando en ocasiones subordina incluso el interés personal del príncipe al interés de la República bajo su mando. Esto mismo sucedía con el
spoudaios de
Aristóteles, que sacrifica la excelencia de la
bios theoretikós por la
polis. Pero no debe perderse de vista que el fin del príncipe es el de obtener y retener el poder de manera eficaz, en lo que jugará su virtud, lo cual se halla lejos de la búsqueda de la felicidad aristotélica, cuyo pensamiento político no se desliga de su ética naturalista, vinculados por la ingenua identificación de que el fin colectivo y el individual coinciden en la polis. Si el hombre en
Aristóteles ha de someterse al bien común, sin conflicto con él para alcanzar su felicidad, el hombre en Maquiavelo, rematadamente indigno de crédito, ha de ser sometido por necesidad y conveniencia, surjan los conflictos que surjan, con tal de preservar el poder de El Príncipe.
Javier Jurado,
El Príncipe de Maquiavelo: pesimismo antropológico, virtud y fortuna, La galería de los perplejos 26/12/2016