Fredric Jameson, el crítico cultural marxista, persistente castigador del posmodernismo, a pesar de que su prosa y contenido le acerque mucho más a esta corriente que a todas las demás, sostuvo una vez contra
Kenneth Burke que "la acción simbólica es sólo eso, una acción simbólica". Esta cruel frase declara, como si no hubiese posibilidad de contradecirla, que los símbolos son inanes, que toda acción que no produzca efectos causales por sí misma no es acción sino representación de acción.
Kenneth Burke es un autor olvidado en las historias del pensamiento, a pesar de su inmensa influencia en mucho de lo que ocurrió en la cultura de finales del siglo pasado. Nunca acabó una tesis doctoral ni perteneció a la academia, quizá por eso se le ha olvidado. Fue un crítico literario entre el marxismo y el pragmatismo americano que se movió en los círculos vanguardistas newyorkinos. Desarrolló una teoría del sujeto como sujeto dramático y de la acción humana como acción simbólica que más de medio siglo después estamos empezando a redescubrir*. El juicio de
Jameson no solo es injusto sino profunda y extensamente equivocado.
Burke tenía una concepción materialista del lenguaje.Entendía la retórica como un campo de análisis que trasciende lo que popularmente entendemos por tal disciplina: un estudio de los tropos o estrategias discursivas orientadas a la seducción de la audiencia. Para
Burke, la retórica tiene que ver, de modo más amplio, con la forma esencial de acción humana que ocurre simbólicamente: son acciones cuya efectividad no directa e instrumental como la de una máquina, sino indirecta, a través del efecto que producen en el entorno inteligente donde se ejercen. Desde el
Manifiesto Comunista y las luchas anarco-sindicalistas hasta los poemas de Keats,
Burke estudió formas de acción que se desarrollan en un entorno interactivo donde cualquier movimiento corporal se convierte en un signo que hace cosas con las mentes de otros agentes. Solo entonces es acción. Antes es puro movimiento.
En fin, más allá de la reivindicación de
Burke, es necesario desarrollar una aproximación materialista, histórica y dinámica de los símbolos que nos ilumine algo en toda esta maraña semiótica, estructuralista y posteriormente cognitivista en la que hemos crecido. Aunque sean imprescindibles todas las teorías definitorias de sistemas simbólicos, no todas las acciones simbólicas caen bajo las formas representacionales que estudian estas teorías. Es más, la mayoría de nuestras acciones simbólicas operan en dominios que no son representacionales o no lo son directamente. ¿Por qué gritamos, lloramos y reimos? ¿Acaso tenemos un código interno para el grito, el llanto y la risa? La acción simbólica lo es porque los humanos interactuamos con las emociones y percepciones de los otros en espacios muy amplios, en los que sólo una parte está codificada en sistemas simbólicos culturalmente establecidos. En estos inmensos territorios están constituidos por complejas interacciones cognitivo-emotivas que generan las dinámicas y patrones de comportamiento estables sobre los que se sostiene la sociedad.
El poder (es decir, el miedo basado en la amenaza estratégica) y su opuesto, la autoridad (basada en la confianza) se apoyan en acciones simbólicas que nacen de la estructura agonal de nuestras identidades, siempre en conflicto externo e interno: "tu tienes algo que yo deseo" "tu temes algo que yo puedo hacer", "estoy en tus manos para...", etcétera. En este laberinto de pasiones, cualquier movimiento de nuestros cuerpos desencadena dinámicas que transforman la escena y producen actitudes reactivas que rompen o preservan nuestros vínculos.
Es muy sorprendente observar cuán hipócritas son las teorías de la acción, especialmente de la acción social y política, que desprecian las acciones simbólicas como marcos básicos de la acción humana. Para estas teorías, sólo las necesidades "básicas" de los humanos (comida, seguridad, sexo, ...) son la base causal sobre la que se asientan las acciones. Pero de hecho, cuando se atiende a la práctica real de quienes las promueven se descubre la naturaleza indiscutiblemente simbólica de lo que hacen. El poder, siempre asiento de lo "pragmático" e instrumental, contrario en apariencia a todo lo simbólico, es de hecho natural y necesariamente simbólico. Nunca podríamos explicar por qué tantos se someten de buen grado a los poderosos si no fuese por el carácter simbólico del poder. Siempre teatral, siempre escénico en sus amenazas. La violencia sobre la que se construye el poder es fundamentalmente simbólica: las acciones de advertencia, amenaza y reacción disuasoria son siempre simbólicas. El imperio romano nació y se sostuvo sobre una increíblemente efectiva estrategia de poder simbólico: crueldad infinita sobre los pocos para disuadir a los muchos. Las resistencias no lo son menos.
De todas las acciones simbólicas, me interesa cada vez más el poder contemporáneo del arte como potencial campo de acción. Y junto con el arte todos los territorios relacionados como lo son los que ocupan el pensamiento y lo que llamamos "humanidades". Si es cierto, bien cierto, que el arte por sí solo no transforma el mundo y la sociedad, no es menos cierto que no puede haber transformación de la sociedad sin el arte y el pensamiento. Stalin lo entendió perfectamente. Para acabar con la revolución había que acabar con los artistas.
Osip Mandelstam lo expresó claramente: "Stalin fue quien se tomó realmente en serio la poesía". Lubianka fue efectivamente una de las academias más didácticas sobre el poder de la poesía. George Bush, Donald Trump y otros "pragmáticos realistas" contemporáneos han aprendido su lección del georgiano con mucho más aprovechamiento que la izquierda bienpensante.
Fernando Broncano,
Acciones simbólicas, El laberinto de la identidad 26/12/2016
* Desgraciadamente no es fácil encontrar sus libros, ni siquiera en inglés. Su obra más influyente es
A Grammar of Motives, que al menos puede ser leída en Google Libros.