"No" significa no. Punto. Cuán extraña es la capacidad para decir "no". Es la más ubicua de las partículas gramaticales y la más extensa de nuestras capacidades discursivas: la negación. Es un acto del lenguaje y es una disposición de nuestra existencia. Es, quiero decir, lo que nos hace humanos, animales que hablan y niegan.
Muchos animales tienen lenguaje en un sentido deíctico e indicativo. Disponen de una variedad de signos que se correlacionan con las cosas. Las abejas, los macacos Rhesus, los bonobos. Pero no hay signos de negación, por más que sus conductas, a veces, sean conductas negativas: se impiden a sí mismos hacer aquello a lo que les llevarían sus pulsiones básicas. Los mamíferos saben medir riesgos, sopesar sus capacidades, restringirse a sí mismos esperando mejor ocasión. Pero no alcanzan a tener el poder de la negación. Son los lenguajes humanos los primeros que lo permitieron y no sabremos si acaso fue la aparición de la negación una de las etapas primeras en la formación del lenguaje. Sospecho que sí, que en los primigenios lenguajes pre-sapiens, formados por gestos y gritos semiarticulados, la emergencia de la negación fue un poderoso mecanismo para la construcción de los conceptos, esa modalidad discursiva que va más allá del puro nombre y que constituye la base estructural de los lenguajes proposicionales.
La negación es una operación discursiva que contiene aspectos sintácticos, semánticos y pragmáticos. No es éste el lugar para escribir sobre los apasionantes debates de los lingüistas y lógicos sobre las características de la negación (la historia del estudio de la negación nos remonta a la lógica silogística y continúa en los más técnicos debates sobre cuál sea la fuerza de la negación en los sistemas formales (por ejemplo, los que no admiten que una doble negación sea equivalente a una afirmación). Se han escrito innumerables libros sobre todos los matices lingüísticos y lógicos de la negación y por mis océanos de ignorancia navegan casi todos ellos. Pero lo que me importa ahora es referirme a alguno de los aspectos pragmáticos de su uso y de las relaciones que éste desvela con las posiciones de poder de los sujetos en el contexto discursivo.
El relato del Génesis, leído como mito de los orígenes, es un capítulo necesario de la historia natural de la negación. La creación se hace humana cuando el Padre establece su ley que se resume en una prohibición: "no comerás del árbol del conocimiento del bien y del mal". Este mito estaba muy presente en las reflexiones freudianas sobre la ley del Padre, que coinciden, a su vez, con las primeras observaciones de los antropólogos clásicos sobre los orígenes de la sociedad en la prohibición. El control de la cohabitación sexual mediante los tabúes es la base de familias y clanes, el paso de la horda a la sociedad. El poder de decir no es, en este mito, el núcleo originario del poder. La potencia del no es el signo de la potencia. La reciente filosofía política más crítica ha reflexionado mucho sobre ello: poder es la capacidad de establecer un estado de excepción. El poder constituyente es el poder que suspende la ley y, por ello, puede rehacerla y reescribirla. La negación está en la base de la forma de temporalidad que los griegos llamaban kairos y la filosofía contemporánea acontecimiento: un desorden cualitativo en el orden secuencial del tiempo común o cronos.
No es por casualidad tampoco que el feminismo contemporáneo haya levantado la bandera del no: "no es no". Es la negación a la violencia patriarcal, a la negación de la mujer como sujeto y su conversión en objeto. El "no es no" es una de las formas políticas más claras de negación de la negación. Mientras pensaba en esta entrada y trabajaba sobre otras cosas, me encontré con el caso de Thomas Pogge, uno de los filósofos más conocidos del mundo en filosofía moral y política. Discípulo de Rawls y pensador sobre la pobreza en el mundo, fue acusado por su doctoranda, la hondureña Fernanda López Aguilar, de acoso sexual. En el vínculo que introduzco puede documentarse la historia. Cuando leía este relato, había acabado de debatir en el Máster de Creación Teatral Oleanna, de David Mamet, una obra de teatro y película sobre un caso de acoso similar, en la que había encontrado numerosos vínculos entre discurso y poder, y sentí helárseme el alma al comprobar (de nuevo) cuán ubicuo es el patriarcalismo allí donde parecía que ya se había difuminado*. Transformar las relaciones de poder es poder decir no a quien niega el estatus de sujeto. Es el acto discursivo más humano, el que significa realmente la conquista de la libertad. La filósofa política Bonnie Honig, en su libro Antígona interrumpida, que ya he comentado en este blog más de una vez, establece en esta capacidad de interrumpir el discurso, de negar la negación, el origen de la actitud política en la sociedad.
La negación está también en la base de la actitud moral. Es, de hecho, la base del juicio moral: "esto no tendría que haber ocurrido", "nunca más", "hay otro mundo posible"... Es el juicio desacoplado de lo real que apunta a lo posible: a lo que podría haber ocurrido y no ha ocurrido y a lo que podría ser si quisiéramos que fuese. Es también, por ello, la forma humana de la libertad en la necesidad del mundo natural. Hacer posible aquello que deseamos para todos e imposible lo que rechazamos para todos. En la filosofía cuasi-mesiánica de la historia de Walter Benjamin, la negación del presente es la condición necesaria, dice, para no poner en peligro a los propios muertos. Porque dejar el presente intacto es condenar al olvido a tantas víctimas de la historia. Convertirlas en víctimas para siempre.
La negación, más allá, tiene un profundo sentido ontológico: es el descubrimiento de la muerte, de la nada. Confieso mi afición a leer sobre la historia de la teología de la Trinidad. Es, sin ninguna duda, el espacio intelectual donde se creó la teoría moderna del sujeto, el hilo que conecta a Agustín de Hipona con Descartes y Rousseau. Un dios que se niega a sí mismo y pierde su condición de dios, se hace mortal, carne y nada, para verse a sí mismo bajo la condición de espíritu. No soy creyente y este relato no tiene para mí ninguna resonancia afectiva, si no es en los términos de un mito que me conmueve: el relato del primer humano que supo que iba a morir y aceptó su condición de ser mortal. Heidegger conocía bien esta tradición y no tengo la menor duda de que estaba presente en su redacción de Ser y tiempo. Que él, como Unamuno, encontrasen aquí el basamento de la angustia como fábrica fundamental de la condición humana, no me dice tampoco nada afectivamente. Sospecho que sus problemas con la religión tenían que ver con esta angustia. Los creyentes lo son en la resurrección, lo que de nuevo me deja inerte, aunque como relato mítico me sigue conmoviendo: el primer humano que supo iba a morir lo aceptó tranquilamente y se reconcilió con el mundo. Ahora se sabía de nuevo animal solidario con la vida. Es así como interpreto aquella negación de la negación, hacer nada de la nada, como afirmación de la vida: "Muerte, ¿dónde está tu victoria?" (Corintios, 15:55-57).
Fernando Broncano, El misterio de la negación, El laberinto de la identidad 02/01/2017
* Las acusaciones de acoso son debatibles y sería necesario conocer todos los datos, pero es usual que se cometa una primera injusticia epistémica con la víctima, como ocurrió con Fernanda López Aguilar, a la que se acusa de exagerada y trepa, de actuar por resentimiento o por interés profesional o económico. Pero en este caso hay una carta firmada por un millar de filósofas y filósofos norteamericanos, a varios de los cuales conozco personalmente --de alguno soy amigo--, y de cuya prudencia y buen juicio me fío absolutamente, en la que dan completa credibilidad a la acusación y rechazan la conducta de Pogge.