La razón nos hace libres -sí, pero también miserables- La técnica nos permite controlar el mundo sin tener que experimentarlo -sí, pero incitándonos a mitificarlo- El desarrollo de las luces parece así asociado a un aumento de los mitos y ritos necesarios para enfrentar el mundo desencantado que de ellas resulta. El duende ya no está en las cosas, y somos ahora nosotros los responsables de echarles cuento.¿Que cuál es ese cuento? En realidad se trata de varios cuentos o modalidades del género fantástico. Por ejemplo: el mito de un origen o en un destino compartido que suplan culturalmente la solidaridad instintiva del enjambre o de la termitera -a menos instinto, pues, más cuento, más mito- Otro ejemplo: la distracción con que hemos de aturdirnos para no pensar en que acaba todo (ese olvido sin esperanza que
Pascal definió como el "divertissement" y cuya forma mercantil es hoy el " entertainement"). Otro ejemplo aún: la mistificación a la que somos tan proclives; la necesidad de imaginar nuestras acciones disfrazadas de las más pintorescas intenciones.
La vida, decía alguien, es aquello que nos pasa mientras creemos estar haciendo otra cosa. Y también la vida en comunidad parece necesitada de esta imaginaria zanahoria, de esa "otra cosa" que parezca perseguir mientras hace simplemente lo que debe hacer.
Permítaseme un cierto reduccionismo en los ejemplos que a continuación voy a dar. ¿Por qué la necesidad "gastronómica" de conseguir las especies para la conservación de los alimentos tuvo que vestirse de "cruzada" de la Cristiandad contra el turco? ¿Por qué la estrategia "keynesiana" para estimular el desarrollo tuvo que traducirse eventualmente en construcción de tumbas faraónicas o de catedrales góticas? ¿O por qué, antes aún, para establecer una relación de jerarquía, intercambio y colaboración entre tribus tenían que organizar hecatombes y
potlachs basados en la destrucción ostentatoria de bienes y alimentos? ¿Es que nuestros antepasados no podían hacer una cosa sin decir -o creer- que hacían otra? ¿Era realmente necesario inventar una teogonía para no matar al vecino, una cruzada para conservar los alimentos o una destrucción masiva de bienes para estimular su producción? ¿Y acaso vamos a seguir necesitando siempre esas dosis de alquimia, de astrología o de revolución que nos prometa aquello que ni la química, ni la astronomía, ni la democracia podrán nunca darnos? Parece que sí; que así fue y que así va a seguir siendo por ahora.
Véanse la Expo, los Juegos, las capitalidades culturales, la Fundación Valencia III Milenio, el Foro Cultural 2004 y demás. Todo ello nos recuerda que somos aún estos primitivos que hemos de vestir la cotidiana labor de fiesta o celebración: creer que hacemos lo extraordinario para realzar lo ordinario. No podemos así arreglar la infraestructura de nuestras ciudades sin inventarnos una mítica o mística zanahoria que nos movilice y nos permita arreglar las alcantarillas mientras decimos -O creemos- que estamos organizando el primer centenario o milenario que nos viene a mano. Como no sabemos ampliar un aeropuerto o urbanizar el cauce de un río sin imaginar que estamos cambiando el curso de la historia o inaugurando el diálogo intercultural. Visto lo cual, diríase que los hombres tenemos una incontenible necesidad de explicar lo claro en términos de lo oscuro; que sólo nos damos por satisfechos cuando podemos asignar a lo conocido un término o un concepto vaporoso que no acabamos de entender: la Providencia, el Inconsciente, la Dialéctica o el Foro Internacional para el Diálogo de las Culturas y la Paz.
No sabría decir si esto es bueno o es malo (y por lo menos eficaz o "adaptativo" debe haber sido, si estamos aquí para contarlo). Lo que sí sé es que se trata de uno de los más acusados rasgos de mi especie: de esa crónica necesidad de mistificación que no parece tener trazas de disiparse con el avance de las luces. Al contrario, cuanto más fría y neutral es nuestra inteligencia, tanto más mística o "caliente" parece que ha de ser la voluntad que nos movilice. Cuanto más científica, técnica, democrática y burocrática es nuestra sociedad, tanto más necesarios parecen esos "símbolos poéticos" con los que
Fichte elaboró su
Discurso a la nación alemana y el conde Leinsdorf su
Acción paralela.
"Para liberarse", escribe
Fichte, "del pecado original de la indolencia, de la cobardía y de la falsedad, necesitan los hombres símbolos y modelos que les interpreten por adelantado el enigma del progreso y de la libertad". El símbolo que escogió el conde Leinsdorf a tales efectos fue "el Trascendental Jubileo de la Austria Auténtica: Capital y Cultura", organizada "por hombres fuertes o expertos igualmente en el terreno de la realidad y de las ideas ( ... ) que invitan a la ciudad, a la nación, al mundo entero a que reflexione y se reconcilie con la vida del espíritu" mediante ese símbolo poético siempre necesario para dirigir la fantasía del pueblo (o del público) hacia una meta clara, razonable, seria y de acuerdo con la auténtica meta de la humanidad".
No quisiera dar la impresión de que pretendo ironizar sobre estas cosas. Al contrario. Todos los Jubileos Trascendentales, como todos los Foros milenarios y demás orgías culturales no hacen sino reforzar mi lóbrega presunción de que el mito no es histórica y psicológicamente anterior a la razón, sino, por el contrarío, su producto o consecuencia. Que en la miseria de la razón está la razón del mito, y que estas fantasías o fábulas sobre las que hemos de levantar nuestras más prosaicas aspiraciones no son sino cataplasmas con los que aliviar el escozor de la racionalidad descarnada, los símbolos con que tratamos de suturar los membra disyecta de todo aquello que la razón había dejado "claro y distinto".
Convenido que la lucidez puede ser un buen guía o volante, pero que le falta motor; convenido que, al parecer, los hombres nunca soportaron el saber lo que se hacían, celebremos, celebremos pues todos los hitos, efemérides, ritos de pasaje, festivales, ceremonias saturnales, juvenales, foros, centenarios y demás solemnidades que al caso vengan y convengan. Pero no olvidemos en el ínterin que con todo ello no hacemos sino dar testimonio de un ancestral destino y continuar piadosamente la vocación de nuestros antepasados.
Xavier Rubert de Ventós,
Miseria de la razón, razón del mito, El País 01/12/1997