En los años noventa del siglo pasado, Iñaki Gabilondo terminó un día su programa con una pregunta: “Pero ¿qué es la verdad?”. El locutor de Radio Zaragoza que entraba a continuación, el escritor Miguel Mena, respondió la pregunta que Gabilondo había dejado en el aire:
-La verdad es un periódico de Murcia.
La defensa de los “hechos alternativos” por parte de la administración Trump ha hecho que suban las ventas de 1984 y que se hable más de Hannah Arendt. La editorial Página Indómita acaba de publicar Verdad y mentira en política (traducido por Roberto Ramos Fontecoba), un clásico sobre el tema que consta de dos ensayos: el primero, escrito en los años sesenta, inspirado por las reacciones a Eichmann en Jerusalén, y dedicado a la verdad, y el segundo, redactado a comienzos de los setenta, motivado por la publicación de los Papeles del Pentágono y centrado en la mentira.
Arendt señala la sospecha de que exista una guerra inevitable entre la verdad y el campo político. “La verdad factual, si se opone al provecho o al placer de un determinado grupo, es recibida hoy con una hostilidad mayor que nunca”, dice. Distingue entre una verdad racional (por ejemplo, la verdad matemática), que se opone a la ignorancia o al error, y una verdad factual, cuyo contrario es la ilusión o la mentira. Los hechos “dan forma a las opiniones” y “la libertad de opinión es una farsa si no se garantiza la información objetiva y no se aceptan los hechos mismos”. La verdad “tiene un carácter despótico”: los “hechos están más allá de acuerdos y consensos”.
El ejemplo que da es conocido: le preguntaron a Clemenceau cómo contarían los libros de historia la Primera Guerra Mundial. El político francés dijo que no lo sabía, pero que pensaba que no dirían que Bélgica invadió Alemania (Arendt dice más adelante que Clemenceau no estaba familiarizado con el arte de reescribir la historia). Muchas veces el juicio subversivo se disfraza de “opinión”.
En un público políticamente inmaduro la confusión resultante puede ser considerable. Borrar la línea divisoria entre la verdad de hecho y la opinión es una de las muchas formas que la mentira puede asumir, y todas ellas son formas de acción.
El embustero, dice Arendt, es “un hombre de acción”: “No tiene problemas para aparecer en la escena política; su gran ventaja es que, por así decirlo, siempre está en medio de dicha escena; es actor por naturaleza; no dice las cosas como son porque quiere que las cosas sean distintas de lo que son -esto es, quiere cambiar el mundo”. Las mentiras contienen un elemento de violencia: la mentira moderna aspira a destruir, y aparece en las democracias y en los Estados totalitarios, aunque solo en estos últimos es un “paso previo al asesinato”. Una de las características de la imposición ideológica frente a la realidad es la que aparece en los sistemas totalitarios. El problema al que se enfrentan, como sabe quien esté familiarizado con la literatura sobre el comunismo, es que tienen que cambiar constantemente el retrato que hacen de la historia, para justificar las posiciones adoptadas en el presente. La consecuencia de este “lavado de cerebro es una peculiar clase de cinismo: el absoluto rechazo a creer en la veracidad de cualquier cosa, por muy bien fundada que esté esa verdad”. El resultado “de una constante y total sustitución de la verdad de hecho por las mentiras no es que las mentiras sean aceptadas en adelante como verdad, ni que la verdad se difame como mentira, sino más bien que el sentido por el que nos orientamos en el mundo real -y la categoría de la verdad versus la falsedad está entre los medios mentales para alcanzar este fin- queda destruido”.
Su diagnóstico no está lejos del que Fernando Vallespín aplicaba a las democracias modernas en La mentira os hará libres (Galaxia Gutenberg, 2012). En ese ensayo -que sirve como recordatorio de otras falsedades públicas recientes, desde el regate lingüístico de Clinton sobre su relación con Monica Lewinsky a las mentiras para justificar la guerra de Iraq, o los intentos de tergiversación en el 11-M- escribe de algo “que permanece flotando en el ambiente y en las conciencias de los ciudadanos: la sospecha, la desconfianza hacia lo que se nos dice y se nos escenifica en el espacio público. Y su efecto, como veremos, no se traduce en la búsqueda de la verdad, sino todo lo contrario”.
La segunda parte del libro de Arendt, centrada en los Papeles del Pentágono, es más concreta pero no menos interesante. Está dedicada a la mentira: a su juicio, la capacidad de mentir y la capacidad de cambiar las cosas están relacionadas y son producto de la misma fuente: la imaginación. Las verdades factuales nunca están a salvo: son frágiles, dependen de testigos; por eso el ensayo resulta tentador y fácil “dentro de ciertos límites”. “Las mentiras resultan a menudo mucho más verosímiles, más atractivas para la razón, que la realidad, porque quien miente tiene la gran ventaja de conocer de antemano lo que su audiencia espera o desea oír”. Aun así, “en circunstancias normales, el mentiroso es derrotado por la realidad”. Los experimentos totalitarios lo atestiguan: con todos sus medios a su alcance, no habían logrado un engaño perdurable:
Menciona dos tipos recientes de mentiras: la mentira de los profesionales de las relaciones públicas a principio del gobierno, y la de quienes trabajan dentro del gobierno, expertos en resolución de problemas (que pueden ser personas íntegras y morales). Es la que predominaba en los Papeles del Pentágono, donde “el encubrimiento, la falsedad y el papel de la mentira deliberada se convirtieron en los asuntos principales, por encima de la ilusión o los errores de cálculo, debido fundamentalmente al extraño hecho de que las decisiones erróneas y las declaraciones falsas se hallaban en contradicción constante con los precisos documentos de los servicios de inteligencia”.Siempre se llega a un punto a partir del cual la mentira resulta contraproducente. Dicho punto se alcanza cuando la audiencia a la que se dirigen las mentiras se ve forzada, para poder sobrevivir, a rechazar en su totalidad la línea divisoria entre la verdad y la mentira. Cuando tu vida depende de que actúes como si creyeras, no importa qué es lo verdadero y qué lo falso.
El objetivo en este caso no es engañar al enemigo sino al amigo (al pueblo estadounidense y sobre todo al Congreso). Las decisiones se tomaban en contra de la propia información de los servicios de inteligencia; el objetivo de la intervención militar es, por encima de todo, “mantener el prestigio”. El funcionamiento del gobierno y sus burocracias hizo que el autoengaño resultara sencillo. Detectaba una combinación de “arrogancia del poder” (la búsqueda de una imagen de omnipotencia) y una “arrogancia de la mente” (“una confianza profundamente irracional en que todo lo real es calculable”). Si los profesionales de la resolución de problemas confiaron excesivamente en su capacidad de cálculo y no aprendieron de la experiencia, la generación anterior también estaba presa del engaño: la ideología del anticomunismo. “Ellos -sostiene Arendt- no necesitaban hechos, ni información; tenían una ‘teoría’, y todos los datos que no encajaban en esta eran negados o ignorados.”
En ambos ensayos Arendt cuenta versiones de la misma historia:
Un centinela montaba guardia para advertir a la población en caso de que apareciese el enemigo. El hombre era amigo de las bromas, así que, para divertirse, dio una falsa voz de alarma. Sin embargo, después corrió a las murallas para defender la ciudad de los enemigos que él mismo había inventado. De ello se sigue que cuanto más éxito tenga un embustero y mayor sea el número de los convencidos, más probable es que acabe por creer sus propias mentiras.
Daniel Gascón, Hannah Arendt y la verdad y la mentira, Letras Libres 27/01/2017