La política no tiene que ver con el poder, sino con la calidad moral. El optimismo moralista se puede observar en esa política de aspavientos que conduce a sustituir la actividad legislativa por altisonantes declaraciones acerca de asuntos sobre los que se carece tanto de competencia como de influencia real. La frecuencia de ese proceder es inversamente proporcional al poder efectivo. Así, la sobreactuación es muy común entre poderes locales. La afectación moralista y las bravuconadas ante el espejo salen gratis cuando nadie responde ni pide cuentas. Podemos ver a ayuntamientos proclamarse libres y soberanos, favorables a la paz mundial o antinucleares, declarar que cierto ciudadano, cuyas ideas no les parecen bien, es persona
non grata o “decidir” hacer de su capa un sayo con los impuestos de la hacienda común. Por supuesto, eso nada significa, no ya porque no les corresponda, sino porque da lo mismo, porque carecen de poder real para asegurar la paz mundial, impedir que la radiación les afecte, levantar fronteras o disponer de la hacienda.
Por contra, Obama mide sus palabras porque manda de verdad. Lo suyo va en serio y sus palabras le comprometen. Si lo dice, puesto que puede hacerlo, deberá hacerlo. No es lo mismo que Obama declare que hay que eliminar las armas nucleares, acabar con el capitalismo, instaurar la renta básica, llevar al tribunal de La Haya –al que no reconoce, por cierto– al Papa o amenazar a Merkel a que esas cosas las haga un presidente de comunidad autónoma.
Félix Ovejero Lucas,
El leproso mudo. Acerca del buenismo político, Claves de Razón práctica nº 234, Mayo/Junio 2014