¿Tiene el error el mismo derecho que la verdad? ¿Es que la mentira o la creencia retrograda y reaccionaria va a tener el mismo derecho a existir y manifestarse que la certidumbre científica y probada? ¿La indignidad que la dignidad?
Este tipo de planteamiento es, precisamente, el que la modernidad ilustrada y liberal declaró caducado por mal planteado. No es la verdad, ni el error ni la mentira los que poseen o no derechos a manifestarse, son las personas. Y las personas tienen derecho a la libre manifestación pública de sus ideas o pensamientos con independencia de que sean verdaderas o falsas, correctas o mentirosas, adecuadas a la dignidad de todos o contrarias a esa igualdad. El Estado de derecho de inspiración liberal autoriza, en primer y fundamental lugar, a emitir opiniones contrarias a la libertad. O, dicho de otra forma, el primer derecho que otorga la Constitución es el de no estar de acuerdo con ella y poder decirlo públicamente.
¡Claro que la libertad de opinión tiene sus límites, como los tienen todos los derechos! Pero una condición esencial para que sean válidos tales límites es que sean nítidos y precisos. La fuerza expansiva es la del derecho a opinar en público, el carácter estricto y limitado es el de la excepción, que nunca podrá venir establecida en unos términos tales que permitan su interpretación expansiva. O bien sirvan para aplicarla cuando a la vara le parece bien y a ignorarla cuando le da la gana.
Los términos en que está formulado hoy en el Código Penal el “delito de odio” permitirían a un alcalde o a un juez, si lo deseasen, prohibir toda la actual comunicación o palabrería política partidista. Por lo menos la mitad de lo que dicen nuestros líderes “incita directa o indirectamente al odio o discriminación contra otro grupo de personas por razones ideológicas o menosprecian a ese colectivo”. Casi toda la propaganda política partidista se basa en el menosprecio directo de las personas o los partidos rivales, no digamos de sus obras, tales como la ley mordaza, la reforma laboral o el despojo de derechos a los débiles. Pero cuando se trata de fomentar el odio o menosprecio a Rajoy, Mas o Iglesias, vale, es normal, cuando el menosprecio es de mujeres, homosexuales, gitanos, niños o inmigrantes, entonces es delito. Pues no lo entiendo. Es repugnante, sí, pero ¿por qué es delito? Algo anda mal en la norma penal cuando exhibe una tal indeterminación de conceptos y definiciones, cuando funciona como un cheque en blanco. Negar que Lenin causara directamente el exterminio de millones de campesinos rusos y ucranianos en los años veinte, o negar que Mao enviara al otro mundo a millones de chinos en la gran hambruna del salto adelante en los sesenta, es un tema opinable y discutible, negar el Holocausto es delito. No logro entender cuál es el criterio jurídico que permite discernirlo.
¿Desaparecerá el odio simplemente porque lo prohibamos? Dudoso, el odio es la emoción política más fértil que existe, sobre todo para cohesionar a las multitudes y convertirlas en naciones. O en masas. El odio, como el amor, existirá siempre porque va en nuestro cableado genético emocional. Que cometer delitos concretos por motivos de odio a minorías sea especialmente castigado parece bien; pero castigar el odio mismo es tanto como castigar estados de ánimo. Algo vedado al Derecho por estos pagos desde hace siglos. Creía yo.
José María Ruiz Soroa, Queda prohibido odiar, El País 12/03/2017