La democracia, con sus decisiones, nos acerca a lo verdadero o a lo correcto. A lo justo. Así debería ser el mundo. Pero no lo es.Y lo sabía mejor que nadie
Carl Schmitt, cuya biografía política no es una broma, según nos cuenta Müller en las primeras páginas de su libro (
A dangerous mind. Carl Schmitt in post-war european thougt). Protagonista en los años veinte de los debates de la constitución de Weimar y de las críticas contra el tratado de Versalles, a principios de los treinta participará con otros en los esfuerzos por transformar la República de Weimar en un régimen presidencialista autoritario. Eufóricamente nazi en sus escritos entre 1933 y 1936, no reparará, ante las acusaciones de insincero en su antisemitismo, en defender una jurisprudencia alemana «no infectada de judaísmo» y en reforzar su meritaje nazi justificando la noche de los cuchillos largos. Fatigado de los debates domésticos, desde 1936 se retirará al territorio del derecho internacional para formular una doctrina de los «grandes espacios» que servirá para sancionar las invasiones nazis.Tras su reaparición en escena en 1946, después de haber sido juzgado y exculpado en Nuremberg, se dedicará a desdibujar los trazos más gruesos de sus huellas.
(...) A su parecer, la política nada tenía que ver con los buenos valores. Las decisiones no se adoptan como resultado de argumentadas deliberaciones en busca de la justicia. La política es intereses, negociación y, al cabo, poder. No, no tenía razón
Kelsen cuando identificaba una norma básica con el fundamento último del orden legal. Al final, lo único que había era el poder desnudo: «Como cualquier otro orden, el orden legal reposa en una decisión».
Schmitt no se movía un milímetro de
Hobbes: «Importa esencialmente la autoridad y no, como en el concepto racionalista del Estado de Derecho de la Ley, la verdad y la justicia.
Auctoritas, non veritas facit legem». La autoridad, no la verdad, hace las leyes.
Eso de puertas adentro, en las líneas enmarcadas por las fronteras. Al otro lado, en las relaciones entre los países, las cosas todavía estaban más claras. En las relaciones entre Estados ni siquiera había lugar para la hipocresía, para las buenas palabras. En realidad, el descreimiento de
Schmitt acerca de la naturaleza moral de las leyes arrancaba del derecho internacional. Allí empezó a mirar la realidad de frente, a rebuscar en la hojarasca de los principios la dura verdad de la política: la fuerza. Lo había aprendido en carne propia con el tratado de Versalles, sancionado por la Sociedad de las Naciones, que no era otra cosa que la imposición de la justicia de los ganadores en nombre de la justicia internacional. Otro tanto, dirá, sucede con las intervenciones humanitarias y la retórica universalista: un modo de encubrir los intereses imperiales. Ningún ejemplo mejor que el derecho marítimo protector de una libertad de navegación que, de facto, beneficiaba a los poderosos. Frente a la hipocresía de los imperios coloniales gestará su teoría de los «grandes espacios», que le servirá para defender la expansión alemana hacia el Este; bien es cierto que, como recuerda Müller, sin buscar el fundamento en el Volk, en unas características raciales, nacionales, que juzgaba insuficientes para superar el modelo Estado Nación y cimentar lo que él juzgaba conveniente: un nuevo orden europeo, de soberanías solapadas y jerarquizadas, neomedieval (no tan lejos, por cierto, de la Europa de las regiones o de los pueblos que hoy hermana a la derecha reaccionaria y a los nacionalistas).
Schmitt nos invitaba a no dejarnos engañar por las escasas veces que las buenas razones se parecen imponer. Cuando eso sucede es por casualidad, porque coinciden las prescripciones basadas en buenas razones con el interés de los poderosos. Pasa poco. Lo común es que las relaciones entre los países se rijan por el interés desnudo, por las razones de Estado, sin lugar siquiera para la hipocresía de los principios. La justicia nada importa. Y como acostumbra a suceder cuando mandan los intereses y la fuerza, el
statu quo se impone y perdura.Va de suyo: el statu quo es la resultante de la fuerza de cada cual. Un
statu quo que queda rematado por el dogma de la no intervención. Entre los Estados, la lógica de la negociación. Dentro de los Estados, que cada cual haga de su capa un sayo. Es decir, la fuerza recubierta de la hipocresía democrática. Era el mundo que había sancionado la paz de Westfalia: nuestro mundo hasta ahora mismo.
Los herederos de las revoluciones democráticas quisimos convencernos de que habíamos transitado de un mundo regido por el imperio de la fuerza hasta otro basado en el escrutinio de la razón. El poder despótico del rey, la voluntad arbitraria de quienes estaban en condiciones de imponer su fuerza, habían dejado paso al control democrático, al ejercicio público de la razón. Pero la reflexión de
Carl Schmitt nos recuerda que andamos lejos del ideal. En un caso, lo admitimos: en las relaciones entre Estados, no hay deliberación ni democracia, sino interés desnudo y negociación. En el otro, nos engañamos: dentro de las fronteras, las sociedades democráticas asumen que todos pueden hacer oír su voto y que comparten unos principios de justicia, unos derechos y deberes a los que pueden apelar. El filósofo alemán nos dirá que, en el fondo, no hay diferencias, que, en la hora de las verdades, la política de casa es como la otra: el trazo entre el amigo y el enemigo, el antagonismo, la fuerza y la decisión; nunca el triunfo de la verdad, la argumentación, los valores y la ley justa. (...)
Para
Schmitt, la política no nace, en contra de la opinión común, cuando no aceptamos la amenaza de muerte como el argumento último que nos obliga a acatar cualquier arbitrariedad. La política es esa amenaza. Para él no hay otro lugar: la política empieza y acaba allí. (...)
Schmitt, como los políticos empíricos, descarta que la realidad se parezca al ideal. Pero no lo lamenta. Es así y no debe ser de otra manera. La tópica imagen de la política como la victoria sobre el estado de naturaleza es una ficción. La política es también estado de naturaleza. Fuerza y razón. Lo advirtió
Leo Strauss, otro gran pensador reaccionario, más cínico, si se quiere, pero no menos lúcido. A su parecer,
Schmitt convertía la política en el estado de naturaleza. El deber ser se agotaba en el ser.
Pero sería injusto despachar a
Schmitt acusándolo de incurrir en la falacia naturalista, de derivar enunciados normativos a partir de tesis empíricas.
Schmitt está escarbando en la búsqueda del núcleo de la política y niega que se pueda encontrar en la ética. Incluso, en su ánimo de desprender a la política de todo aditamento moral, de dotarla de la máxima autonomía, parece dispuesto a recalar en la estética, en la pura forma desprovista de toda intención moral. En su madurez,
Thomas Mann, convencido de que
nulla aesthetica sine ethica, sostendrá en muchos ensayos y en casi todas sus grandes novelas que hay una línea inflexible que conduce desde esas ideas al fascismo. Aunque siempre hay que coger con pinzas los saltos entre las ideas y la historia material, quizá no le falte razón. En todo caso, lo que es más seguro es que la preocupación de
Schmitt por acotar el territorio de la política está emparentada con un problema que ocupa a hoy a los filósofos políticos que, con vocación de realismo, discuten sobre democracia, a saber: cómo se relacionan, en escenarios democráticos, los proyectos que se fundan en razones, que aspiran a persuadir, con procesos que se dan en el mundo real, en mitad de disputas donde la mercancía que se negocia es el interés y la fuerza la moneda que se cursa. La disputa política no es, nos vienen a decir, una reunión de académicos, sino lucha por el poder y capacidad de imponer los propios intereses.
Félix Ovejero Lucas,
El poder y las razones: el territorio de la política, Revista de Libros 01/08/2005
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