Fue común, desde la Edad Media hasta los inicios de la Edad Moderna, considerar las obras de la creación, la naturaleza orgánica e inerte, nuestro planeta y el universo entero, como el tema de estudio que había de llevarles al Creador.
Gersón, un medieval, pensaba que razón y revelación cursaban en paralelo. Aceptar la revelación exigía que la razón no abdicara de su obligación de conocer todos los hechos antes de emitir un juicio. Ejemplo paradigmático,
Johannes Kepler (1571-1630), que estudió teología en la Universidad de Tubinga para convertirse en pastor protestante, pero terminó por inclinarse hacia la astronomía. Su teología fue un aspecto importante de su ciencia. En el modelo geocéntrico de un cosmos de esferas celestes, la esfera superior, más allá de las estrellas fijas, se encontraba el
primum mobile. Por encima de este primer móvil, Dios, motor inmóvil. Dios era el motor del universo. Era una interrelación entre ciencia y teología. Abordó cuestiones sobre la geometría del cosmos. Su fe firme en un universo creado encajaba con su descripción matemática de las leyes del movimiento de los planetas. Una de las invenciones más sorprendentes de
Kepler se produjo cuando enseñaba matemática en Graz. Hacia 1595,
Kepler trabajó sobre los sólidos platónicos y los erigió en plantilla para crear un modelo de universo en su famoso
Mysterium cosmographicum, ilustrando el libro con una de las imágenes más celebradas de la historia de la ciencia y de la matemática. La imagen muestra cada sólido platónico encajado en una esfera, que
Kepler identificó con los seis planetas conocidos entonces: Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter y Saturno. Ciertamente, más tarde, instalado ya en Praga,
Kepler descubrió que las trayectorias orbitales de los planetas del sistema solar no dibujaban un círculo, sino una elipse.
Luis Alonso,
Epistemología. Ciencia y religión, Mente y Cerebro nº 83, marzo/abril 2017
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