Platón, a diferencia del escepticismo de los sofistas, quiso atribuir a los hombres la omniscencia y, así, ideó la
politeia, la ciudad perfecta. Una organización intachable donde cada cual tenía su función y todos eran gobernados por los sabios, los
aristos, los mejores. La aristocracia siempre ha tenido mejor prensa que la democracia. En teoría, claro: en diseños como la República platónica. Pero el mismo autor del diseño reconoce pronto con tristeza que su república es improbable, un estado "que se halla sólo en las palabras", que no existe en ningún lugar de la Tierra. Si hubiera sabios capaces de llevar a los estados hacia el bien de todos, tal vez sería justo confiárselos a ellos. Pero el desconocimiento es propio de la naturaleza humana y es fácil que la aristocracia, en lugar de ser el gobierno de "los mejores", degenere en la oligarquía o, lo que es peor, en la tiranía: la corrupción de los supuestamente mejores. Cuando escribe su último diálogo,
Las leyes,
Platón es otro hombre. Al político lo sitúa entre el sofista y el filósofo: no es el sofista que domina el arte de la elocuencia y la utiliza para sus propios fines, convengan o no a la comunidad, ni el filósofo que ama la sabiduría; el político posee un saber que cuenta con el recurso de la ley porque es un saber insuficiente. La legalidad es, en definitiva, lo que de hecho gobierna y procura estabilidad de los estados. Tras la experiencia de varios fracasos políticos,
Platón ya no busca un rey ilustrado. Su proyecto político ya no es utópico.
Victoria Camps,
Introducción a la filosofía política, Crítica, Barcelona 2001