El sistema nervioso simpático es muy excitable. Sería el agitado amigo paranoico que siempre anda envolviéndose en papel de aluminio y despotricando contra la CIA ante cualquiera que quiera escuchar sus historias. El sistema nervioso simpático es también denominado a menudo “sistema de lucha o huida” porque es el que causa las diversas respuestas que emplea el cuerpo para lidiar con las amenazas. Es el sistema nervioso simpático el que nos dilata las pupilas para que nos entre más luz en los ojos a fin de que podamos divisar mejor los peligros. Es también el que incrementa nuestro ritmo cardiaco y manda la sangre desde las áreas periféricas y los órganos y sistemas no esenciales (incluidos los de la digestión y los de salivación; de ahí que sintamos la boca seca cuando estamos asustados) hacia los músculos para procurar que dispongamos de la máxima energía posible para correr o para combatir (y nos sintamos bastante tensos como consecuencia de ello). (47)
En situaciones de emergencia el sistema nervioso simpático asume el mando y adapta nuestro cuerpo para la lucha o para la huida (literales o metafóricas). La respuesta de lucha o huida dispara también la médula adrenal (situada justo por encima de cada riñón) y riega así nuestro organismo de adrenalina, que propicia a su vez muchas de las reacciones conocidas ante una amenaza: tensión, mariposas en el estómago, respiración agitada para una mayor oxigenación, incluso relajación de los intestinos (porque no nos interesará llevar “peso” innecesario encima cuando arranquemos a correr para salvar la vida).
También aumenta nuestra consciencia, lo que nos vuelve extremadamente sensibles a los peligros potenciales y reduce nuestra capacidad para concentrarnos en todos aquellos temas menores que ocupaban nuestra atención antes de que acaeciera el hecho temible. He ahí la consecuencia tanto del hecho de que el cerebro esté siempre alerta ante el peligro como de que la adrenalina comience a afectarlo de pronto y potencie ciertas formas de actividad limitando otras al mismo tiempo.
El procesamiento cerebral de emociones también pisa entonces el acelerador, sobre todo, porque interviene la amígdala. En el momento de tratar con una amenaza, tenemos que estar motivados para hacerle frente o huir de ella lo antes posible, así que nuestro miedo o nuestra ira crecen muy rápido y muy intensamente, lo que hace que centremos aún más nuestra atención en la amenaza y no perdamos el tiempo con tediosos “razonamientos”.
Cuando nos enfrentamos a una amenaza potencial, tanto el cerebro como el cuerpo entran casi instantáneamente en un estado de conciencia aumentada y de más favorable disposición física para lidiar con ella. Pero el problema de toda esta reacción es su carácter “potencial”. La respuesta de lucha o huida se presenta en nosotros antes de que sepamos con certeza si es realmente necesaria.
Tiene lógica: el humano primitivo que huía de algo que podría ser un tigre tenía más probabilidades de sobrevivir y reproducirse que el que se decía a sí mismo “voy a esperar hasta estar seguro de que lo sea”. El primero de esos dos humanos volvía con la tribu sano y salvo, mientras que el segundo terminaba convertido en desayuno para el gran felino de turno. (47-49)
Dean Burnett,
El cerebro idiota, Editorial Planeta, Barcelona 2016