La energía moral que rodea la identidad tiene, por supuesto, muchos buenos efectos. La discriminación positiva ha reformado y mejorado la vida empresarial. Black Lives Matter ha captado la atención de todo estadounidense consciente. Los esfuerzos de Hollywood destinados a normalizar la homosexualidad en nuestra cultura popular han ayudado a normalizarla en las familias y en la vida pública estadounidenses.
Pero la fijación con la diversidad en nuestros colegios y en la prensa ha producido una generación de liberales y progresistas dotados de una inconsciencia narcisista de las condiciones exteriores a sus grupos autodefinidos, e indiferente a la tarea de conectar con estadounidenses de otros tipos. Desde una edad muy temprana se anima a nuestros hijos a hablar de su identidad individual, incluso antes de que la tengan. Para cuando llegan a la universidad muchos asumen que el discurso de la diversidad agota el discurso de la política, y tienen asombrosamente poco que decir sobre cuestiones tan perennes como la clase, la guerra, la economía y el bien común. En buena medida esto se debe a los currículos de historia en la escuela, que proyectan de manera anacrónica la política de identidad actual en el pasado, creando una visión distorsionada de las fuerzas y los individuos más importantes en la formación de nuestro país. (Los logros de los movimientos a favor de los derechos de la mujer, por ejemplo, fueron reales e importantes, pero no puedes entenderlos si antes no entiendes el logro de los padres fundadores a la hora de establecer un sistema de gobierno basado en la garantía de derechos.)
Mark Lilla,
El fin del liberalismo de la identidad, Letras libres 15/0782017
[www.letraslibres.com]