Igual que los sin techo, los refugiados son encarnaciones vivas de una posibilidad verdaderamente inquietante: que todos nuestros privilegios como seres humanos son en realidad bastante precarios y que nuestros hogares, nuestras familias y nuestros países se encuentran a tan solo una catástrofe de distancia de quedar completamente arrasados. Cuando vemos que los refugiados son internados en campos, cuando alguno de ellos se atreve incluso a exponer públicamente cómo de dormidas están nuestras conciencias, nuestra respuesta suele consistir en negarnos a reconocer que podamos ser como ellos y en hacer todo lo que está en nuestra mano para no asumir las responsabilidades que tenemos con ellos.
Nuestros mejores instintos nos han dicho siempre que lo correcto desde un punto de vista moral es ser hospitalarios, ayudar a los necesitados y compartir nuestros recursos. Las razones que nos inventamos para no hacer ninguna de estas cosas son simples racionalizaciones. Tenemos recursos suficientes para compartirlos con los refugiados, pero preferimos gastarlos en otras cosas. Somos capaces de vivir junto a extranjeros y personas diferentes, pero solemos sentirnos incómodos y no nos gusta esa sensación. Tememos que la gente diferente a nosotros vaya a matarnos y, por lo tanto, los alejamos de nosotros.
Viet Thanh Nguyen,
Estados Unidos y yo, El País semanal 18/0872017
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