Si hay un truco para construir un universo, es seguramente el de la complejidad emergente. Con solo un puñado de partículas elementales, la naturaleza genera la notable variedad de átomos que puebla la tabla periódica de los elementos, y de la combinación de estos elementos surge el marasmo de moléculas que constituyen el mundo. Esta complejidad es “emergente” porque no somos capaces de predecirla de la mera lista de componentes básicos que subyacen a ella. Por expresarlo con un haiku zen, ni el nitrógeno (N) ni el hidrógeno (H) huelen a amoniaco (NH3).
La vida es seguramente el fenómeno emergente por antonomasia. Los seres vivos estamos hechos de las mismas partículas elementales y los mismos átomos que el suelo que pisamos o el aire que respiramos, pero la explosión combinatoria de esos ladrillos básicos nos convierte en unos objetos estrictamente impredecibles. Los humanos somos un producto de la historia, de una evolución y una adaptación al entorno local que habrán sido distintos en cualquier otro planeta, y que por tanto no esperamos hallar en otro barrio de la galaxia inmensa que nos acoge. Es seguro que, si encontramos vida en otro lugar del cosmos, estará hecha de las mismas partículas y átomos, pero igual de seguro es que no habrá producido nada similar a un ser humano. Este es el error más clásico, y más gordo, de la ciencia ficción convencional. Para caracterizar un marciano, se coge un humano, se le ponen las orejas de punta y hasta luego, George Lucas.
Javier Sampedro,
Todo es forma, El País 05/09/2017
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