1- La desesperación y el pesimismo que marcaron a un buen número de intelectuales del siglo XX se nos han hecho de golpe inteligibles. Maleducados por un largo período democrático acolchado por el bienestarismo de cuño europeo, disfrutábamos del fin de la historia sin acertar del todo a comprender por qué significativas corrientes del pensamiento occidental del pasado siglo habían caído en el fatalismo teórico. (...)
2- Los acontecimientos políticos poseen una lógica propia y en momentos de agitación no resulta fácil encauzarlos. La denominada «hoja de ruta» soberanista constituyó desde el primer momento una muestra de megalomanía intelectual, dada la imposibilidad de controlar las reacciones e iniciativas de los distintos actores que participan en el proceso político dentro de una sociedad plural. Tal como nos recuerda estos días el centenario de la revolución bolchevique, no es posible imponer un fin político que carece del consentimiento mayoritario sin ejercer un grado importante de coerción. Del mismo modo, en los momentos de máxima tensión soberanista podíamos comprender cómo la lógica de la acción-reacción, la dificultad de anticipar los movimientos de los demás actores y la imposibilidad de controlar eficazmente a las masas una vez que éstas se han echado a la calle convierten en impredecibles los procesos revolucionarios o insurreccionales.
3- La política tiene una relación directa con la peligrosidad humana y los contrafuertes liberales no han sobrevivido históricamente por casualidad. Acostumbrados a movernos en el orden de un discurso tremendista e hiperbólico, producto de la competición electoral y la creciente medialización social, habíamos olvidado que la política sirve para canalizar unas diferencias humanas que demasiado fácilmente pueden conducir a situaciones de violencia o desorden. Esta crisis, provocada por una ideología cuyas responsabilidades en el catastrófico siglo XX no pueden ser exageradas, nos ha recordado que la política no sólo sirve para alcanzar acuerdos y expandir derechos, sino, primeramente, para construir una comunidad razonablemente ordenada que garantice la libertad de todos sin imponer la voluntad de nadie. Hemos redescubierto así las virtudes del orden constitucional liberal y el sentido que poseen sus instituciones, del imperio de la ley a la división de poderes, frente a la difusa alternativa representada por la dictadura soberana o la democracia aclamativa que el independentismo ‒pese al alto concepto democrático que tiene de sí mismo‒ ha abrazado en su loca carrera hacia una independencia fracasada.
4- La fuerza de las creencias ha regresado a la primera línea de la vida democrática, enseñándonos que incluso en pleno siglo XXI una sociedad próspera y democrática puede apoyar masivamente un objetivo político delirante cuya fuerza de persuasión depende de afirmaciones falsas y emociones primarias. Había ya un precedente: el Brexit. Pero en este caso, al menos, se respetaron las normas democráticas que con tanto desenfado se han vulnerado en Cataluña. En todo caso, la noticia está en la credulidad colectiva, cuyos mecanismos hemos podido observar a diario gracias a esa lente de precisión que son las redes sociales, notable archivo para la futura intrahistoria social. No podemos determinar con exactitud cuántos nacionalistas estaban dispuestos a sacrificar su bienestar material en beneficio de la independencia, pues muchos parecían interpretar la fuga de empresas ‒e incluso el rechazo de la Unión Europea‒ como movimientos tácticos forzados por una situación confusa. En fin de cuentas, buena parte de la propaganda soberanista se basaba en la idea de que abandonar España aumentaría la renta disponible catalana, algo que en las vísperas del referéndum llegó a subrayarse directamente ante los pensionistas: a más tocaremos en el reparto si nos vamos. En ese sentido, hemos asistido a un continuado ejercicio de defensa de las propias creencias: para evitar su propio desengaño, el independentista ha recodificado los hechos desfavorables y sigue haciéndolo incluso hoy, una vez restaurado el orden constitucional y derrotada por incomparecencia la tan ansiada República Catalana. Hemos asistido así a un fenomenal episodio de política sentimental, en el que las percepciones venían ya condicionadas por un marco mental de fuerte valencia emocional que las elites independentistas han venido promoviendo durante los últimos años, si no décadas.
5- La felicidad política puede ser embriagadora y el caso catalán nos permite comprender mejor el entusiasmo insurreccional de los años sesenta. Se ha hecho ya referencia en este blog a la
«felicidad política» de la que habla Hannah Arendt; aquella que surgiría allí donde una comunidad humana actúa concertadamente en pos de algún objetivo y descubre, por el camino, que hacerlo es a la vez reconfortante y divertido. Seguramente, cabría añadir, porque nos proporciona un
sentido. Y un sentido que nos vincula al grupo, con las emociones y el entretenimiento correspondientes: ahí estaban los grupos de jubilados saliendo de manifestación, las familias que llevaban a sus hijos pequeños a votar en el referéndum prohibido por el Tribunal Constitucional, los estudiantes haciendo la revolución. Es una felicidad tan inclusiva (sensación de grupo) como adversativa (resistencia contra un poder tenido por injusto). Pero es una felicidad embriagadora que puede, demasiado fácilmente, convertirnos en justicieros de nuestra propia causa, anulando de paso toda capacidad de reflexión individual, y no digamos colectiva: sólo vemos el fin sin reparar en los medios, olvidando que los medios terminan por contaminar los fines. Que esa felicidad insurreccional se haya producido en una comunidad rica y no se haya limitado ni mucho menos a los habitantes del medio rural, sino que de hecho haya sido compartida por muchos jóvenes urbanos con educación superior, abre otra ventana epistémica: la que da directamente sobre las revueltas estudiantiles de los años sesenta. Podemos verlo en
Le redoutable (
Mal genio), la película de Michel Hazanavicius que retrata el proceso de radicalización política de Jean-Luc Godard a finales de los años sesenta, cuando las calles de París se llenan de burgueses que juegan a la revolución y agitan pancartas con la imagen de Mao.
6- La hipótesis populista era esto. Se ha señalado con acierto que el movimiento secesionista no habría alcanzado jamás la fuerza exhibida estos últimos años si el nacionalismo catalán no hubiera encontrado un inesperado aliado en el populismo de izquierda nacido tras la Gran Recesión. De aquí proviene el grueso de los así llamados «independentistas no nacionalistas» que han creído encontrar en la separación de España la oportunidad para construir un nuevo «socialismo de un solo país», jugando a la contra del capitalismo globalizado y la Europa de los mercaderes. Prueba adicional de ello es la complicidad con el separatismo de la izquierda populista de ámbito nacional, dedicada a denunciar según el día al «bloque monárquico», la cualidad represiva de la democracia española o su demolición a manos de Mariano Rajoy y el artículo 155. Así las cosas, no parece descabellado pensar que la reunión veraniega de Pablo Iglesias y Oriol Junqueras alumbró algún tipo de acuerdo estratégico entre soberanismo y populismo. En cualquier caso, estas semanas de vértigo sugieren que las consecuencias de la famosa «hipótesis populista» planteada por la teoría política agonista ‒que alienta el conflicto por encima del consenso e insiste en la conveniencia táctica de representar la comunidad política como el escenario de un enfrentamiento entre el pueblo y sus enemigos‒ no pueden ser tomadas a la ligera. En un sentido similar, el desdén de estos pensadores por la noción de «orden» y su crítica de las instituciones liberales ‒descritas como obstáculos a una democracia más profunda y a una justicia más justa‒ revelan, bajo la impresión de unos momentos críticos, su considerable frivolidad. Se hace así necesaria una revisión de la teoría política radical a la luz de los hechos de octubre, momento en que se puso de manifiesto a pocos kilómetros de distancia que el sueño nacionalpopulista produce, sí, monstruos antidemocráticos.
Manuel Arias Maldonado,
Ventanas epistémicas: seis lecciones catalanas, Revista de Libros 01/1172017
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