Es difícil precisar los orígenes del cambio cultural y de las actitudes nacionales. E nacionalismo es un agudizamiento de la conciencia nacional que puede ser, y ha sido a veces, tolerante y pacífico. Generalmente es suscitado por alguna herida histórica, por alguna humillación colectiva. Es posible que haya aparecido en tierras alemanas porque estas tierras se quedaron apenas en los límites del gran renacimiento de la Europa occidental. Hacia fines del siglo XVI, durante el gran periodo creativo que persistía aún en Italia (donde se había llegado al apogeo cien años antes) y que marcó un auge de actividad creativa en Francia, en la Inglaterra isabelina, en España y en los Países Bajos, durante ese periodo las ciudades y los principados alemanes —tanto los que estaban bajo el dominio del Imperio vienés como los que no— eran, en comparación, lugares netamente provincianos. Sobresalían sólo en arquitectura y, tal vez, en teología protestante. La terrible devastación de la Guerra de los Treinta Años sin duda ensanchó aún más esta brecha cultural. Ser objeto de desprecio o de tolerancia condescendiente por parte de vecinos orgullosos es una de las experiencias más traumáticas que una sociedad, o un individuo, puede sufrir. La respuesta es, frecuentemente, la exageración patológica de las virtudes propias, reales o imaginarias, y el resentimiento y la hostilidad hacia los que disfrutan del éxito, la felicidad, el orgullo. Esto, en efecto, caracterizó en gran parte los sentimientos alemanes hacia Occidente y en particular hacia Francia en el siglo XVIII.
Los franceses dominaron el mundo occidental en lo político, lo cultural, lo militar. Los alemanes, humillados y derrotados —particularmente los prusianos orientales que eran tradicionalistas, religiosos y económicamente atrasados—, y acosados por los oficiales franceses importados por Federico El Grande, respondieron, como en la teoría de
Schiller de la vara doblada, con una reacción violenta y se rehusaron a aceptar su supuesta inferioridad: buscaron en sí mismos cualidades muy superiores a las de sus capataces. Contrastaron su propia y honda vida interior, su profunda humildad, su desinteresada búsqueda de los verdaderos valores —simples, nobles, sublimes—con los franceses a quienes vieron como superficiales, mundanos, ricos, exitosos, deshumanizados y moralmente vacíos. Este sentimiento llegó a un grado calenturiento durante la resistencia a Napoleón y se convirtió, así, en el primer ejemplo de la reacción de sociedades atrasadas, explotadas o cuando menos supeditadas que, resentidas por la aparente inferioridad de su status, reaccionan tomándose hacia triunfos y glorias (reales o imaginarios) de su pasado, o a los "envidiables" atributos de su carácter nacional o cultural. Los que no pueden enorgullecerse de grandes logros políticos, militares o económicos —o bien de una espléndida tradición en el arte o el pensamiento— buscan consuelo y confianza en la idea de que poseen una vida espiritual libre y creativa, carente de los vicios del poder y la sofisticación.
Hay mucho de esto en los escritos de los románticos alemanes y, después, en los de los eslavófilos rusos y los inspiradores del sentimiento nacional en la Europa central, Polonia, los Bausanes, Asia y África. De ahí el valor de un rico pasado histórico —real o imaginario— para los pueblos acosados por la inferioridad: es una promesa de un futuro quizá aún más glorioso. Si un pasado tal no puede ser invocado, su misma ausencia se convierte en fuente de optimismo: hoy seremos primitivos, pobres, tal vez bárbaros, pero nuestro mismo atraso es un síntoma de nuestra juventud y nuestra fuerza vital intacta; seremos los herederos del futuro, lo que no pueden esperar las naciones decadentes, viejas, exhaustas y corruptas, por muy superiores que sean en el presente. Esta idea mesiánica la propalan, sobre todo, los alemanes, luego los polacos y los rusos, y, en nuestro tiempo, muchos estados y naciones que sienten aún no haber jugado su papel (papel que se presiente próximo) en el gran drama de la historia.
Isaiah Berlin,
Sobre el nacionalismo (51-52)