Porque esa palabra, "pueblo", parece exigir una homogeneidad entre los miembros del colectivo, una identidad moral y quizá étnica que los determina y a la vez excluye a quienes no deben pretender mezclarse con ellos. El pueblo es un
nosotros que equivale siempre y primordialmente a un “no-a-otros”. Invocar al pueblo, conjurarlo en la noche de Walpurgis del nacionalismo, proclamar su infalibilidad y a la vez su pureza frecuentemente traicionada, es utilizarlo como un biombo tras el cual arrinconar bien tapaditos a los ciudadanos, cada cual dueño de la gestión de sí mismo y no obligado a parecerse por decreto a los demás. Por detrás del biombo (chino, preferentemente, como las urnas catalanas), asoma de vez en cuando irreverente la testa despeinada y sudorosa de algún ciudadano: un enemigo del pueblo, quién se atrevería a dudarlo... La solución ya la dio hace tiempo la Reina de Corazones de Lewis Carroll: “¡Qué le corten la cabeza!”.
Desde luego, llamar pueblo al conjunto de los ciudadanos no es pecado, como tampoco denominar “corcel” a un caballo: son licencias poéticas o sea dudosa retórica. Pero resulta engañoso creer que el corcel es más que un caballo o el pueblo más que los ciudadanos. El caballo no se quejará, es muy sufrido, pero el ciudadano puntilloso está en su derecho de decir: “Oiga, pueblo lo será usted”.
Fernando Savater, Pueblo, El País 25/11/2017