En un mundo definido por la contingencia, sólo la acción política crea su propio espacio mundano y en él permite a los hombres en su pluralidad (y no al «hombre» en singular, como ha querido cierto liberalismo) habitar el mismo espacio y compartirlo. Si perdemos este mundo común que al tiempo nos separa y nos relaciona, los individuos se verán alienados y aislados o vivirán comprimidos en una masa, es decir, se convertirán precisamente en habitantes impotentes de una sociedad de masas.Habitantes, por lo demás, incapaces de iniciar procesos de acción política generadores de nuevos espacios de libertad. Porque la acción, para
Arendt, es lo que hace surgir perpetuamente el «milagro» de lo distinto y lo inesperado incluso en un mundo dominado por los procesos automáticos y los comportamientos previsibles. Es la acción política la que genera libertad, aunque no la «produzca» en el mismo sentido que una mesa es el «producto» final de la actividad del carpintero. La acción no «hace», no «produce», y cuando oímos hablar de grandiosos objetivos políticos (construir un mundo democrático, por ejemplo) nos movemos en el malentendido de la fabricación en la que el fin (producto) sigue a los medios (fabricación). Pero esto es un tipo de pensamiento equivocado porque la acción es un fin en sí misma, es en ella y a través de ella que los seres humanos pueden aspirar a la libertad. Ésta no es el producto de instituciones o reglas, sino de la acción humana, inestable, contingente e impredecible, que es el único lugar donde se genera y sobrevive. Los seres humanos contemporáneos están, según cree
Arendt, tan fascinados por las posibilidades del pensamiento técnico-productivo que lo usan en un campo en el que resulta sencillamente inaplicable: el de la acción humana. Y en eso reside buena parte de los malentendidos políticos actuales.
Rafael del Águila,
Entre la acción y la reflexión, Revista de Libros 01/02/1997
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