La construcción del electorado –del censo formado por quienes tienen derecho a votar– es, como señaló Montesquieu, uno de los principales requisitos de la democracia moderna. Establecer quién vota, en qué momentos y bajo qué circunstancias ha sido un asunto central en las discusiones políticas. Mediante el establecimiento de circunscripciones electorales, los individuos son representados en virtud de su pertenencia a un territorio determinado. Estos límites territoriales son esenciales para determinar el ámbito de la competencia, el alcance de la representación y el espacio de control del poder. En el derecho al sufragio se ha ido materializando una de las principales conquistas de la democracia, desde la sustitución del sufragio censitario por el universal hasta la obtención del sufragio para las mujeres, de lo que se cumplen ahora cien años. Hoy en día, la universalización del derecho a votar ha sido tan completa que parecería que no tiene sentido preguntarse si queda alguien aún al que debería reconocérsele esa prerrogativa.
Ahora bien, la inquietud por el hecho de que nuestras prácticas sociales no sean lo suficientemente inclusivas, que no haya nadie ilegítimamente excluido del derecho a participar, mediante el voto u otro procedimiento, es una preocupación genuinamente democrática. Puede que el sufragio universal agotara la subjetividad posible en un mundo estatalmente configurado, que ya no es el nuestro y que haya quien, literal y metafóricamente, no pueda votar pero debería poder hacerlo. En un mundo interdependiente esta sensación de que no están todos los que deberían, de que nuestros censos deben ser completados con otros criterios de inclusión, de que hay quienes estamos considerando ilegítimamente como no formando parte de los nuestros, apunta hacia una triple inclusión espacial, temporal y natural que debemos acometer: la de nuestros vecinos, la de nuestros descendientes y la del medio natural. Ninguno de los tres “votan” suficientemente. Uno de los principales retos de las democracias contemporáneas es cómo reintroducir a esos sujetos en nuestros sistemas de representación y decisión. Si esta hipótesis es cierta, entonces tenemos un verdadero déficit democrático y la pregunta habitual acerca de si es posible la democracia fuera del estado nacional debería reformularse para preguntar más bien si es posible la democracia sin una cierta inclusión de los que están fuera del estado nacional, concretamente si podemos seguir llamando democracia a un sistema político que no internalice los intereses de sus contemporáneos, que no anticipe los derechos de las generaciones futuras o no reconozca de algún modo la subjetividad política de la naturaleza.
Daniel Innerarity, El nuevo sufragismo, ctxt.es 12/02/2018
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