Cuanto más firmes son nuestras creencias, mejor nos defendemos de las noticias que no encajan con ellas y con más fervor abrazamos aquellas que, en cambio, las refuerzan. Más que de exposición selectiva, tendríamos que hablar de asimilación selectiva. Ya que no vemos para creer (o descreer), sino que creemos para ver. Y si aplicamos este patrón de conducta a las
fake news, podemos comprobar cómo el consumidor de las mismas suele ser consumidor también de noticias ordinarias y, debido a su intenso tribalismo, no se impresiona fácilmente por ellas: más que desinformarle, confirman lo que ya creía. Por eso dice Cas Mudde que no hay que preocuparse demasiado por ellas.
Tiene su sentido. Desde este punto de vista, las
fake news sólo serían una variante de la desinformación voluntaria, aunque a menudo inconsciente, que está asociada a la recepción de noticias en las comunidades humanas. Por supuesto, introducen una falsedad allí donde un titular sesgado sólo retuerce la realidad para acomodarla a las creencias del receptor, pero sería insensato deducir de ahí que esa falsedad pueda generalizarse y terminar con la primacía normativa de la verdad en la esfera pública. En cierto sentido, la alarma sobre las
fake news constituye la expresión de una perplejidad: la que están experimentando muchos optimistas cuando se topan de frente con el verdadero estado de la opinión pública una vez que la autocomunicación digital de masas pone al descubierto lo que antes permanecía más o menos oculto. Por mucho que los estudios de opinión dejasen clara la general desinformación de los públicos de masas, muchos se resistían a creerlo y habían procedido a romantizar la opinión ciudadana. De ahí, cabe colegir, la esperanza utópica que se asoció a la difusión de las nuevas tecnologías; de ahí, también, la decepción posterior. Pero no hay nada de lo que sorprenderse: la mayor inclusividad de la esfera pública digital intensifica la natural cacofonía del debate democrático en una sociedad de masas. Y esa constatación debe ser el punto de partida del análisis, no su conclusión desesperada.
Ahora bien, las noticias falsas merecen nuestra atención. Las nuevas tecnologías facilitan su difusión y es preocupante figurarse los efectos que el perfeccionamiento técnico de la falsedad (sobre todo mediante la imitación de voces y la creación de imágenes aparentemente reales) puede provocar en el futuro. Efectos que ya se hacen notar con mayor fuerza en el curso de acontecimientos que se producen, como si dijéramos, en vivo: jornadas electorales, atentados terroristas, manifestaciones. (...)
Así que las
fake news no van a terminar con la democracia. Pero la democracia tampoco podrá terminar con ellas.
Manuel Arias Maldonado,
Fake news: verdades y mentiras, Revista de Libros 21/02/2018
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