Tres meses después del referido juicio contra Adolf Eichmann,
Stanley Milgram, psicólogo de la Universidad de Yale, comenzó a dar forma a unos experimentos destinados a dar respuesta científica el problema de conciencia que asediaba su cabeza: ¿qué habría hecho yo en caso de tener cierta responsabilidad en la jerarquía nazi? ¿Qué hubieras hecho tú? ¿Somos cómplices todos? ¿Hubiéramos, quizá, obedecido órdenes aunque no estuviéramos de acuerdo con las mismas? Y la respuesta fue un inesperado “sí”. Al menos a la última pregunta.El experimento de
Milgram necesita un orientador, que da órdenes e intenta llevar el estudio hasta el final (V); un alumno (S), actor en realidad, que finge el dolor al recibir las descargas eléctricas; y el “incauto” (L) encargado de infligirlas.
El experimento de Milgram necesita un orientador, que da órdenes (E); un alumno (L), actor que finge el dolor al recibir las descargas eléctricas, y el “incauto” (T) encargado de infligirlas. Ilustración: Fred the Oyster. Bajo licencia Creative Commons Attribution-Share Alike 4.0 International license.
Milgram ideó un experimento con tres personas: el científico, una especie de notario dando órdenes sobre cómo proceder; el alumno, un actor fingiendo diversos episodios de dolor; y un maestro, el conejillo de Indias, un verdadero incauto al que se le mentía sobre el propósito del experimento. Está claro que en la actualidad ese proceder cuestionable cuanto menos suscitaría verdaderos dilemas éticos, pero en aquellos tiempos la cosa fue para adelante. El científico explicaba que había una lista de palabras que el alumno tendría que memorizar y repetir en series. Cada vez que se equivocara, el maestro (el incauto) le castigaría con una descarga eléctrica variable en intensidad: de 15 a 450 voltios, teniendo en cuenta que hacia los 300 el “falso alumno”, el actor, simulaba estertores previos al coma. Los gritos de dolor y aullido iban en una grabación.
- Con las descargas de 75 voltios, los incautos empezaban a sentirse inquietos.
- A los 135 se paraban, quizá extrañados ante el cariz que estaban tomando los acontecimientos, para preguntar el propósito de aquel experimento. El experimentador en todo momento se mostraba firme y daba órdenes: “Siga, por favor”, “continúe”.
- Ninguno de los participantes se negó en redondo a seguir con el castigo antes de alcanzar los 300 voltios.
- Una amplia mayoría, el 65%, llegó al final: 450 voltios de descarga, aplicados cuando el alumno, el actor, ya no daba señales de vida.
Tiene sentido en este momento recuperar la pregunta de partida: ¿qué hubieras hecho tú? El profesor
Milgram sacó sus conclusiones. En
Los peligros de la obediencia afirma: “La férrea autoridad se impuso a los fuertes imperativos morales de los sujetos (participantes) de lastimar a otros y, con los gritos de las víctimas sonando en los oídos de los sujetos (participantes), la autoridad subyugaba con mayor frecuencia. La extrema buena voluntad de los adultos de aceptar casi cualquier requerimiento ordenado por la autoridad constituye el principal descubrimiento del estudio”.
Filosofía & co,
Kant, Arendt, Onfray y los peligros de la obediencia ciega, blogs herder editorial 23/02/2018
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